Veniamos de Blas Cantó, de Miki Núñez, de Amaia y Alfred y del gallo de Manel Navarro. Menudo lustro. El mejor puesto en Eurovisión, el 22º; el mismo que consiguió Barei en 2016 y uno por debajo del de Edurne en 2015. Si hubiéramos hecho una melodía con los cubiertos que se nos caen en el almuerzo habríamos tenido más votos.

Veníamos de la peor tendencia que ha podido tener un participante en toda la historia del festival así que o se hacía algo que estimulara desde dentro para llamar la atención afuera o cualquier otro empeño, por rutina, se descalabraba un año más. Y no tanto por la calidad en sí, sino porque el Festival de Eurovisión en parte se mueve por expectativas y prejuicios. Suecia, por muy endeble que sea su aspirante siempre estará por la zona alta; y España (o el Reino Unido, como pasó) tienen que esforzarse mucho más para conseguir su resultado.

TVE y el mundo musical español está en deuda con Chanel, no sólo por el tercer puesto sino por la paciencia y el carácter asertivo de una aspirante que tras ganar el Benidorm Fest fue sacudida desde todos los frentes. El festival llegaba como un salvavidas y cualquiera de las canciones que se oyeron este enero, desde el Postureo de Azúcar Moreno al Ay, mamá de Rigoberta Bandini, hubieran quedado mucho mejor que cualquier participante de la última década. Se había asfaltado el camino. La ganadora era la más adecuada para enviar a Eurovisión. Era la mejor por muchas razones pero todo el país, con asombro por parte de los políticos y los analistas de los programas políticos, que se convirtieron en expertos eurofans, criticaron a la vencedora poniendo en cuestión el televoto masivo lanzado desde Galicia para apoyar a la Tanxugueiras. El jurado acertó.

La selección eurovisiva fue un éxito, en principio. Su eco polémico vino a dañar el trabajo hecho. En esta nueva edición no hay nombres consagrados y aunque hay representantes con garantías. El respeto es lo que tiene que primar. Y la política, bien lejos de Benidorm.

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