Un pequeño agujero en la pared

Álvaro Muñoz, en el concierto.
Ángel Vázquez

14 de junio 2014 - 05:00

Fecha: jueves 12 de junio. Lugar: Teatro Góngora. Media entrada.

De qué poco sirven los elogios cuando están escritos en papeles mojados. De menos aún si se los lleva el viento una vez se secan. Y ya si arden en la hoguera del olvido para qué vamos a hablar. Debe ser un gozo que durante 25 años digan cosas estupendas de ti, de tu banda, de tu disco, de tus letras, de tus canciones... Pero que eso se traduzca en un "casi nada" tan amargo como frustrante ha de ser un peso nada fácil de portear por esos mundos de la música. Por eso volver ¿para qué? Imagino la escena: Álvaro Tarik diciendo una y otra vez que no a Fernando Vacas, ideólogo de consumar estas bodas de plata de Colores. Y me parece verle insistiendo hasta el pueblo siguiente a Pesado para que los 25 años de un disco sublime no pasaran sin pena ni gloria. Álvaro mirándole serio y negando con la cabeza, pensando solo en futuro y dando patadas al pretérito, que poco hueco tiene en su arquitectura sonora. Pero al final fue que sí.

Y te sientas en el Teatro Góngora con otros 300 o así y sale un cuarteto sencillo, austero, que a priori ni siquiera parece tener intención de transmitir emociones. Y comienza a tocar. Es Tarik y la Fábrica de Colores. Bueno, no los mismos. Sí el espíritu, al menos, bajo el cobertizo de sombras y ausencias, liderados por el que pactó con el diablo un plus de juventud y de creatividad. Álvaro no quiere mirar atrás y le doy la razón. Hay motivos para el dolor como el adiós de Charly de la Mata, y otros menos sentimentales pero también de peso como un sarpullido constante a mirar atrás. Pero por fortuna para recrear estas canciones no es necesario hacer revival, porque su vigencia es tan evidente como aplastante, más aún cuando una sucesión de pequeñas vueltas de tuerca las ha dejado como recién salidas del microondas. De una manera natural y contemporánea, frescos, inocentes algunos, sin ningún rasgo de polillas, alcanfor o remiendos, los temas fueron pasando frente a nosotros como si una cámara oscura los fuera proyectando a través de un pequeño agujero en la pared, desde un incierto exterior, y cada cual los adivinara, recreara, redibujara o fantaseara a su manera, sin imposiciones. Los mismos ecos que las vieron nacer, los mismos nombres influyentes, siguen ahí en la trastienda proclamando su valor como semillas que hoy nada tienen que envidiar a otros gozos medallistas. Y así caímos en su trampa. La emboscada del tímido exigente, la del humilde visceral, y arrojamos nuestras armas tan lejos como pudimos, pero un dedo de su mano tomó forma de cuchillo. Y rasgó cualquier velo que separara ese jueves de cualquier otro jueves de hace 25 años: "Un salto en el tiempo, solo en un momento, nos transforma al final...".

Con la fiereza contenida de Eric a la batería, Fernando Vacas desgañitado en el bajo, el cristal guitarrero de C. C. Olivas y un Álvaro creyéndose lo que cantaba y tocaba, la noche no pudo tener más emotividad y consistencia, más elementos para evocar sin ira ni desprecio, para atesorar en esa caja mágica que nos construyeron tras haber hecho un agujero con un cuerno de unicornio, por el que fueron pasando, comprimiendo su esencia, toda clase de personas, objetos y lugares, en un hecho mágico que probablemente nunca se vuelva a repetir, a pesar de que ya sepamos de sobra que "el tiempo pasa siempre por el mismo lugar como lo hacen las agujas del reloj".

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