El desierto invadió la ciudad

Ángel Vázquez

08 de julio 2011 - 05:00

Fecha: miércoles 6 de julio. Lugar: Teatro Góngora. Lleno.

En el Egipto actual, el concepto de música moderna pasa inevitablemente por grabaciones realizadas por vocalistas que se hacen acompañar de más o menos acertados arreglos electrónicos. Pero la realidad es afortunadamente más compleja. Hay otro concepto más culto, refinado, elegante y atrayente de esa contemporaneidad sonora en la que el mundo árabe rastrea también las pistas de su aperturismo, y que aquí en Occidente nos resulta fascinante. Ejemplo de ello es Moddathir Aboul Wafa; músico, compositor, arreglista, profesor, erudito de la música tradicional y sobre el escenario escultor de sonidos que arrancan desde la rica esencia del respeto a la tradición, para acabar fulgurantes en una mescolanza con otros géneros que tiñen el resultado de una vigencia absoluta.

La caja diáfana, versátil y de acústica impecable en que se ha convertido la azotea del Teatro Góngora acogía a un sexteto cuyo faro se alzaba imponente: el laúd árabe que Modddathir manejó con indisimulada belleza y técnica, y con el que arrastró al público hacia paisajes evocadores de su tierra natal. La fuerza comunicativa que el músico egipcio imprime a este instrumento es impresionante. Arropado sinuosamente, y por momentos contestado con respetuoso vigor, el laúd, rey de la música árabe, aparentemente desproporcionado (su caja es más grande que su mástil), tiñó del color de las arenas del desierto la noche cordobesa, esa misma en la que, probablemente, a finales del VIII, Ziryab propuso que las cuatro cuerdas que por aquel entonces lucía el instrumento debían ser cinco para dar paso a una que simbolizara el alma, ese espectro encadenado.

Y parece que esa cuerda fuera la clave determinante de lo que Moddathir transmite con el laúd. Escuchamos en el Góngora absortos música para el alma, para curar, tal y como las leyendas árabes contaban cuando se referían a sanar el cuerpo a través de la música. Moddathir nos mostró cómo se comporta esta otra pequeña caja de recia resonancia tanto cuando es solista como cuando está en buena compañía. Mientras los solos guiaban la imaginación a través de ruinas de palacios preislámicos hundidos en la arena, otros pasajes, alimentados por ensoñaciones provenientes del violonchelo, el contrabajo, la flauta egipcia, el violín y sobre todo la percusión, bullían a la hora de dibujar los bullicios del mercado o celebraciones religiosas y paganas en las que el fuego y el crepitar de las piedras por el frío de la noche en el desierto se daban la mano en un paraíso locuaz. Pero había más. Gestos y guiños diversos a conceptos provenientes del jazz u otras sonoridades fueron luciendo por entre un repertorio atrayente de principio a fin que podía sonar tan pronto antiquísimo como por delante de la realidad.

Y así, una mirada bastaba para que el serio de Moddathir hiciera rugir la maquinaria de su grupo y con el aleteo de las risas del percusionista Hesham echara a volar la caja del teatro con un alma henchida dentro. Y otro solo gesto para hacerla regresar envuelta en los poderosos pellizcos resonantes de la caja del laúd, que como remolinos de polvo y sueños quebraban su voluntad mientras el desierto invadía la ciudad.

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