Antígona | Crítica de teatro

Poder humano vs Poder divino

Una escena de la 'Antígona' de David Gaitán.

Una escena de la 'Antígona' de David Gaitán. / Diego Casillas

La temporada de teatro se inaugura para el IMAE con el renovado optimismo que las nuevas medidas otorgan al poder completar al 100% los aforos, siempre manteniendo la precaución que solicitan las autoridades y nuestro sentido común. Y para comenzar esta normalidad nada mejor que volver a mirar a los clásicos con una tragedia. El mito de Antígona subió a las tablas del Gran Teatro de la mano de la compañía El Desván Producciones.

Tras la muerte de Eteocles y Polinices, hijos de Edipo, pretendientes al trono de Tebas, y la ausencia de un heredero varón, su tío Creonte asume el gobierno. El nuevo rey entierra con honores a Eteocles y ordena abandonar el cadáver de Polinices, al que considera traidor a la ciudad, bajo pena de muerte para quien se atreva a enterrar su cuerpo.

Solo Antígona, hermana de ambos, desafía la orden de Creonte argumentando no poder quebrantar la ley divina que obliga a ofrecer descanso a los difuntos. Creonte, conocedor de la incipiente democracia que asoma en otros estados, en un acto condescendiente, permite que se abra un debate sobre la conveniencia o no de castigar a la que es culpable por desobedecer la orden del rey.

Bajo la cortina dialéctica sobre cuál ley (humana o divina) debe preponderar, la acción discurrirá para mostrarnos el verdadero rostro de los protagonistas. Revelarán sus auténticas motivaciones y asumirán el trágico destino que a cada cual corresponde.

Por defender la Justicia como ente universal que va más allá de cualquier imposición humana, a Antígona la enterrarán viva y se quitará la vida. Creonte, por manipular el gobierno al arbitrio de su propio interés, perderá la corona y morirá su familia.

David Gaitán se encarga de dirigir y adaptar el texto original de Sófocles concentrando el agon principal por el que discurren los conflictos de sus personajes y lo transporta a un contexto algo más familiar a nuestro tiempo.

La frescura del diálogo, el tratamiento de los personajes despojados de cualquier envoltura regia y el uso de lenguajes contemporáneos, con rap de la protagonista incluido, no desentona ni desvía la atención de las ideas principales sobre las que gira esta tragedia clásica por excelencia.

Un acierto que invita a conservar la atención del público lo justo para no quedar engullido en la butaca por el sopor de extensos discursos. Sobre el escenario, el apoyo de luz y sonido junto a la maraña de mesas y sillas con apariencia de haber sido recogidas de la chatarra conforma un espacio escénico ingenioso e inteligente donde discurren los cuadros con el mínimo de cambios sin interrumpir y lograr que el espectáculo encaje en una duración aceptable.

Pero ninguno de estos recursos serían capaces de funcionar por sí solos de no contar con la participación del fabuloso equipo de actrices y actores que dan vida a la tragedia. Sorprende la apertura y permanencia locuaz y firme de Clara Sanchis, siempre presente en toda la función. Isabel Moreno, Elías González y Jorge Mayor dan la réplica adecuada con solvencia en su respectivos papeles secundarios.

Irene Arcos trabaja con sensibilidad precisa a riesgo de parecer demasiado ligera, una fragilidad que se torna en solidez en momentos claves de la obra. Para mostrar fuerza y desequilibrar balanzas que benefician el devenir de la acción está Fernando Cayo. Su labor de histrión rompedor, mitad bufón y mitad tirano, embelesa y obnubila nuestro intelecto durante casi toda la función. Solo al final, cuando se embute con el típico traje y corbata del aparente hombre al servicio de lo público es cuando podemos abrir los ojos y pensar con claridad.

¿Dónde reside la naturaleza de lo que es verdaderamente justo? ¿Es legítimo desobedecer las reglas cuando son impuestas por minorías elitistas interesadas en mantener su estatus? Antígona nos muestra el camino con su sacrificio. ¿Y ahora, qué?

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