Variaciones sobre el silencio

No está de más en estos ruidosos días tropezar con el silencio del arte, y justo eso propone la cuidada exposición con la que el CAAC conmemora sus 25 años

1. Trabajo del cordobés Pepe Espaliú recogida en la exposición del CAAC. 2. Vista de la sala dedicada a las piezas históricas. 3. Imágenes pertenecientes a la videoinstalación '¿Qué hacer?', obra del colectivo ruso Chto Delat.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

16 de diciembre 2015 - 05:00

Hay una poética del silencio y también una terapia del silencio. Quizá más de un visitante haya encontrado algo de las dos cosas en esta cuidada exposición: en las notas del preludio de Chopin (compuesto en otra Cartuja, la de Valldemosa, Mallorca) que, en versión de Susan Phillipsz, suenan en el antiguo huerto del prior, y sobre todo, en el excelente filme de Philip Gröning, El gran silencio, una visión llena de sensibilidad sobre el modo en que hoy viven los cartujos de Isère, monasterio donde se fundó la orden. Recorrer la muestra bajo estas guías es sin duda reconfortante pero tal vez haya que ir más allá, al encuentro de nuevos matices.

Porque el silencio es también condición para el conocimiento. Lo sugiere John Cage al hablar de su obra, 4' 33'', que interpreta David Tudor al piano, sin tocar una sola tecla: el breve vídeo muestra que la música es también silencio. La desconcertante obra de Cage, como las fotos de escenarios desiertos de Sujimoto y la desnuda sala de Susan Phillipsz señalan la cara oculta del arte: el vacío que, al vibrar, lo hace posible. No está de más en nuestra cultura, adicta al altavoz y al auricular, tropezar alguna vez con el silencio del arte, el que devuelve la mirada.

Pero hay silencios más duros, como el que imponen la exclusión y la violencia. Lo señalan las grandes jaulas de Pepe Espaliú, esculturas que tejen el espacio, trazando un extraño contrapunto entre visibilidad y rechazo: es la sutil frontera que construye quien dice tolerar al otro pero lo ignora por ser diferente. Más explícita es la videoinstalación del colectivo ruso Chto Delat (¿Qué hacer?): bajo el título de la célebre obra de Lenin, denuncian la restricción de libertades en Rusia, hoy. Mayor radicalidad y también mayor reserva posee la obra de la colombiana Doris Salcedo: sencillos muebles domésticos, llenos de cemento hasta macizarlos, recuerdan las vidas segadas, bloqueadas, por las diversas violencias que asolaron su país.

Hay un silencio más sutil: el que imponen las estructuras que, sin pedirnos permiso, articulan nuestra vida. La lógica del mercado, la división del trabajo y del saber imponen la desigualdad y la reproducen. Lo hacen con tanta indiferencia como firmeza, hasta trazar caminos de hierro por los que transcurre nuestra vida. Son dispositivos. Hechos por la mano del hombre, encauzan la vida de tal modo que, como dicen sus entusiastas, fuera de ellos no hay salvación. Esa sensación de que la vida nos es ajena y no nos pertenece del todo, late en la obra de Tino Sehgal: los gestos del/la performer se antojan el intento de poseer vida propia frente a sutiles imposiciones.

Para evitar las exigencias sociales huyeron de Roma los primeros eremitas en busca del silencio de la naturaleza. Quizá por la misma razón Bruno de Colonia se retiró a Isère hace casi diez siglos abriendo la primera cartuja. La muestra recuerda este silencio monástico con el filme de Gröning y con documentos y obras que formaron parte del patrimonio de la Cartuja de Santa María de las Cuevas. En una misma sala, San Bruno, tallado por Martínez Montañés, convive con la sensualidad italiana de Jesús y la samaritana, obra de Alonso Cano, y con piezas de Zurbarán (El niño de la espina), Valdés Leal (Desposorios místicos de Santa Catalina), Vasco Pereira (San Pedro de Verona) y un cuadro del joven Velázquez, una cabeza, con ecos de El aguador de Sevilla, fragmento de una figura que pudo formar parte de un apostolado hoy perdido. A esto se añaden esculturas de las virtudes cardinales, de Montañés y Juan de Mesa.

Pero también conviene reflexionar sobre el presunto silencio de la naturaleza. Lo hacen dos obras de la muestra. De una parte, Susan Hiller hace sensible aquello que no vemos ni oímos. Muestra, por ejemplo, la vibración de los rayos cósmicos que escapan a nuestra retina y propone el sonido primordial del Big Bang. No es ciencia ficción: el presunto punto cero del universo no es sino una hipótesis matemática cuyos valores pueden transferirse a términos ondulatorios sobre los que trabaja la autora. Frente a esta obra, fusión de ciencia y arte tecnológico, el vídeo de Tacita Dean ofrece un hermanamiento entre ciencia y naturaleza que desemboca en ruina. Hacia 1920, los británicos, previendo los bombardeos aéreos de la guerra que se avecinaba, instalaron grandes espejos en las cercanías del mar del Norte. Esperaban que reflejaran el sonido de aviones hostiles. Pero pronto esas defensas se mostraron inútiles. Abandonadas, permanecen hoy entre pantanos, olvidadas como la misma naturaleza que las rodea.

La muestra ofrece pues encuentros con diferentes silencios. La visión sobre todo formal que señalé al principio se queda indudablemente corta, dada la densidad de la exposición.

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