Historia taurina

Rosa guadalupana y plata para una resurrección

  • Lo que tenía tintes de un adiós para El Pana, fue un verdadera renacimiento ya que, a raíz que aquel día, tuvo la oportunidad de sumar contratos que antes le habían sido negados

Rosa y plata con remates negros, el terno de El Pana para su despedida.

Rosa y plata con remates negros, el terno de El Pana para su despedida.

Rodolfo Rodríguez se había bebido su vida intensamente. Esta había pasado entre tragos secos de tequila, pulque y brandy. Rodolfo Rodríguez era prácticamente un ser marginal. Su otro yo, el torero El Pana, era el que lo mantenía unido con un hilo invisible al mundo. Eran las ilusiones, un tanto marchitas, ajadas y maltratadas del matador las que alimentaban el espíritu decrépito y ajado de Rodolfo Rodríguez, aquel panadero de Apizaco que sintió la llamada del toro en su sangre.

Todo tocaba a su fin. Rodolfo Rodríguez mantenía a duras penas su persona. Sin embargo El Pana aún desprendía ese carisma que lo llevó a ser un torero querido unas veces, odiado en otras, pero que jamás dejó a nadie indiferente. El Pana era un torero personal, mágico, único. Un torero que bebió de las fuentes más preclaras del toreo mexicano. Todo lo que fue asimilando de los grandes maestros, lo fue revistiendo de su particular personalidad.

Aunque El Pana era un torero que se fundamentaba en el clasicismo, siempre fue su estilo un tanto histriónico, rozando el esperpento. Lo teatral, lo accesorio, lo aparentemente hueco, pero en el fondo revestido de profundidad. Aquella ambigüedad, tenía que brotar de un ser bipolar. Rodolfo Rodríguez o El Pana, El Pana o Rodolfo Rodríguez. Da igual.

Con 55 años cumplidos, El Pana quería decir adiós a los ruedos. El periodista azteca Heriberto Murrieta medió para que el torero tlaxcalteca pusiera punto final a su carrera torera en la monumental Plaza México, el gran embudo de Insurgentes. Como siempre, la batalla entre Rodolfo Rodríguez y El Pana se desataba en el cuarto de un vetusto hotel de la capital mexicana. Rodolfo Rodríguez vivía en el profundo infierno, mientras El Pana soñaba, a pesar de los años, con la gloria. Sobre la silla, un desvaído terno, rosa guadalupana y plata con remates negros, esperaba la hora de ser vestido por vez postrera.

Llegó la hora. Rodolfo Rodríguez, aquel hombre que tan intensamente había vivido, dejó paso a El Pana. Se vistió con aquel viejo traje de torear y fumando un habano partió hacia la plaza montado en una calesa, muy bien acompañado por cierto, aunque sus acompañantes hubieran cobrado algunos pesos por sus servicios. Las notas del pasodoble Cielo andaluz se hicieron presentes.

El Pana, acompañado de Rafael Rivera y el español Serafín Marín, a quien confirmaría la alternativa, partían plaza. El Pana escenificó al máximo el momento: paso pausado, paradas para disfrutar de su último paseo, lances al viento antes de recoger una cerrada ovación en su adiós. El Pana estaba viviendo un adiós triste, anunciado, pero jamás deseado.

Pero el toro pone a todo el mundo en su sitio. Ante él no cabe la comedía. El toro siempre es drama. Salió el primero de su lote. El Pana alborotó los tendidos de la plaza con unas ceñidas chicuelinas. Su brindis fue a todos los que quisieron y no llegaron a saborear las mieles del éxito.

La faena con la muleta fue plena. Un cambiado en los medios fue la obertura para una sinfonía torera. Todos los duendes del toreo mexicano se hicieron presentes en el ruedo. Pases con su particular forma de sentir el toreo. Naturales profundos, largos, sentidos. Luego llegaron los adornos, el toreo accesorio. Todo estaba hecho. El Pana había cumplido un sueño, solo que la espada frustró que las orejas y rabo de Rey Mago, así se llamaba el toro de Garfias, acabaran en sus manos.

Todo parecía un espejismo. Un sueño, algo irreal. Pero de nuevo, en el segundo de su lote, El Pana resurgió como el Ave Fénix. Aquel hombre vestido con aquel viejo terno, tal vez comprado a cualquier banderillero español, de rostro marcado por la vida y con canosa coleta natural, repitió la gesta. Cuajó un memorable tercio de banderillas. Par al trapecio, de reminiscencias gallistas, otro personal al quiebro tomando los rehiletes con una mano, conocido como par de Calafia, y cerró el tercio de forma apoteósica. La vuelta al ruedo fue más que merecida.

El Pana lo estaba bordando. Todo México estaba expectante. El torero tomó muleta y estoque, buscó los micrófonos e hizo el brindis más genial de su vida: "Quiero brindar este toro, el último toro de mi vida de torero en esta plaza, a todas las daifas, meselinas, meretrices, prostitutas, suripantas, buñis, putas, a todas aquellas que saciaron mi hambre y mitigaron mi sed cuando El Pana no era nadie, que me dieron protección y abrigo en sus pechos y en sus muslos, base de mis soledades. Que Dios las bendiga por haber amado tanto. ¡Va por ustedes!".

Aquel brindis no dejó indiferente a nadie, al igual que la faena que vino después; un trasteo único, genial, para la historia. Tanto fue así, que lo que tenía tintes de un adiós, fue una verdadera resurrección para un torero que, a raíz que aquel día, tuvo la oportunidad de sumar contratos y actuaciones que le fueron negadas cuando Rodolfo Rodríguez más lo necesitaba. El Pana, el torero, tal vez fue un loco romántico e incomprendido, pero su figura vestida de rosa guadalupana y plata con remates negros, siempre estará en la mente de los aficionados a la fiesta del toreo.

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