La ciudad y los días
Carlos Colón
Por el bendito nombre que nos reúne
AL hacer memoria hoy, comprendo que lo único que John Wilson y yo tuvimos alguna vez en común fue el hecho de que, en un momento dado, ambos atropellamos a alguien con un automóvil. La víctima de su accidente falleció; la mía sobrevivió y pleiteó con la compañía de seguros durante años. Las muy diversas consecuencias de tan similares acontecimientos son, a mi entender, sintomáticas, ya que en cierto modo simbolizan cuanto en esencia a Wilson y a mí nos separaba. Lo que a mí me ocurría nunca iba a más y no pasaba de ser una simple aventurilla que no merece la pena recordar. Lo que le ocurría a Wilson se desmadraba. Casi todo el mundo lo achacaba sin más a su naturaleza, pero yo prefiero creer que algo tuvo que ver el azar. Es verdad que Wilson siempre fue un hombre un tanto violento, dado a actos violentos. Pese a que algunos de mis amigos decían de él que era un ser destructivo y atribuían su vida de sobresaltos y desenfreno a su particular obsesión por la destrucción y por el desastre, tales generalizaciones siempre se me antojaron imprecisas, porque, si bien era cierto que propiciaba los problemas que a cada paso surgían a su alrededor, no creo que él fuera el único culpable de todo. Quienes tienen una personalidad violenta e irresponsable atraen a gentes de similar carácter y a menudo resulta difícil señalar cuál de las partes es la causante y cuál sufre las consecuencias. Tal era sin duda el caso de Wilson. Digo era, no porque haya muerto, sino porque creo que nuestra larga amistad ya no existe. Al terminarse el afecto que se siente por alguien, uno hace siempre un momentáneo balance de la vida y alcanza a ver el pasado bajo la fría luz de la realidad. Eso explica que pueda escribir sobre John.
Un actor que conozco, de gran talento e inteligencia, afirmaba que Wilson era el exponente más destacado de la clase de personas que lo mandan todo y a todos «a la mierda». Añadía siempre que, para sobrevivir con tan particular personalidad, uno tenía que nacer rico o sobrado de talento. Ese era también el caso de John. Poseía, y aún posee, un enorme talento. Pese a la actitud fundamental que con tanto acierto describiera mi amigo, logró forjarse una carrera violando de continuo cuantas normas no escritas rigen el negocio del cine. Les dijo a sus jefes lo que pensaba de ellos (y siempre con razón), insultó en público a las mujeres con las que tuvo alguna relación (lo cual es peligroso, porque Hollywood es una ciudad de clase media de lo más pacata), apoyó dudosas causas políticas (por integridad y no por ninguna romántica y adolescente convicción), bebió en exceso (y no hay duda de que perdía buena parte de su encanto cuando lo hacía), rodó un importante número de películas maravillosas, aunque muy pocas hicieron dinero en taquilla (lo cual es uno de los mayores riesgos que un hombre puede asumir en Hollywood), y se gastó todo el dinero (lo cual es peligroso en cualquier parte). Yo le admiraba por semejantes violaciones de las normas tribales, que no le perjudicaron, sino que, muy al contrario, le auparon. No han sido pocos los que han imitado su estilo de vida. Actores, escritores y hasta productores han intentado hacer en alguna ocasión lo que él hacía un día sí y otro también, y todos han acabado mal: en prisión, endeudados, o dependiendo del Fondo de Ayuda de la Industria Cinematográfica. Quizá carecieran de su talento, aunque no creo que se tratara de eso. Creo que carecían de la capacidad mágica, casi divina, que él tenía para caer de pie.
Le traté durante bastantes años. Le conocí en los años treinta, tras publicar mi primera novela. Le gustó mucho, aunque tardó un tiempo en decírmelo. Después de tan buen comienzo, pasamos a descubrir nuestro común amor por los caballos. Y a partir de ahí, él pasó a suponer que ambos éramos capaces de llevar una existencia desenfrenada y peligrosa. La guerra cimentó nuestra amistad. La vanagloria y el orgullo me llevaron a alistarme en el cuerpo de marines, de lo cual me arrepentí a los veinticinco minutos de haberlo hecho. Wilson interpretó mis actos como propios de un alma gemela y, pese a no coincidir sino unas cuantas veces durante la guerra, estando los dos de permiso, el hecho de que yo vistiera el uniforme verde de la «fuerza de choque» contribuyó a fortalecer nuestros lazos de amistad. Él sirvió en las fuerzas aéreas como fotógrafo, voló en un gran número de misiones peligrosas y dirigió un par de documentales muy valiosos que le ayudaron no poco en su carrera. Menciono esto como otro detalle más de ese ímpetu de mandarlo todo «a la mierda» que le motivaba y que le catapultó hacia el éxito.
Después de la guerra nos vimos con frecuencia. Ambos éramos oyentes experimentados, por haber sobrevivido a bastantes reuniones de guión antes de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial, y pudimos pasarnos los días juntos a costa de la nómina de la compañía, mintiéndonos mutuamente sobre nuestras variadas proezas. Realmente, creo que me sé sus historias de la guerra tan bien como las mías y, aunque él normalmente abundaba en los detalles de mis relatos de miedo y sufrimiento, sé que podría contar cualquiera de mis experiencias tan bien como yo. Tan sólo las contaba más despacio, porque esa era y es la forma en que cuenta las historias. Sus películas son dinámicas y brillantes. Los argumentos de sus relatos de sobremesa resultan lentos y complicados. No obstante, siempre tienen un buen final, esto es, si no ha bebido demasiado y lo recuerda todo tal cual fue.
Unos años después de nuestro retorno a la vida civil, hicimos nuestra primera película juntos. No llegó a ser una de las mejores cintas de Wilson, pero, dejando al margen la redacción del guión, fue una de las ocasiones en que mejor se lo pasó. Todo salió mal y, por ello, se divirtió de lo lindo; de algún modo consiguió sacar adelante la película al final y lo que prometía ser un espantoso desastre obtuvo un magnífico recibimiento por parte de la crítica. Yo gané el suficiente dinero con este proyecto como para poder marcharme a Europa, en donde tenía intención de escribir una novela. En vez de eso, aprendí a esquiar y llegué a ser uno de los mejores esquiadores del gremio de guionistas, si no el mejor. Cuando la nieve comenzó a fundirse, me di cuenta de que había triunfado en el terreno equivocado y de que me enfrentaba a una lúgubre primavera de frustración y de culpa. Fue entonces cuando telefoneó Wilson. Recuerdo que estaba sentado en el bar de un pequeño hotel suizo, en el que había derrochado casi tanto tiempo como el que había malgastado en las pistas de esquí, cuando el barman se volvió hacia mí y me dijo que tenía una llamada telefónica de Londres.
No alcanzaba a imaginarme quién me llamaba, así que los primeros dos minutos de nuestra conversación se consumieron tan insustancialmente como mis dos meses en Suiza.
-Pete…
Una voz pareció llegarme débilmente, pese al ruido del piano y las interferencias del Canal de la Mancha.
-Sí, ¿quién es?
-No te oigo, Pete.
-He dicho que quién es.
-Hola Pete -repitió la voz.
Le pedí a Willy, el barman, que contuviera al pianista, y entonces escuché la inconfundible voz de Wilson irrumpir en la pequeña y caldeada estancia.
-Hola, Pete…, soy John. John Wilson.
-¡John! ¿Dónde coño estás?
-Estoy en Londres, chaval. ¿Y tú dónde estás?
-En Suiza.
-¡Válgame Dios!
Éramos como un par de idiotas felices. Oír de nuevo su voz parecía haberme curado del mal de montaña y estaba encantado. Fue como cuando la cruda realidad se te presenta después de un interminable sueño placentero que acaba por convertirse en una pesadilla.
-¿Qué haces en Londres? -le pregunté.
-¿Qué haces tú en Suiza? -me contestó.
-Esquiar.
-Conque esquiar, ¿eh? ¡Válgame Dios! -se rió con alegría, como yo.
Nos sentíamos los dos puerilmente impresionados por estar hablándonos desde lugares tan extraños. Siempre me llamaba desde Burbank y yo siempre estaba en Santa Mónica.
-¿Por qué no te acercas por aquí? -le pregunté.
-No puedo, chaval, pero tengo que pedirte algo.
-Venga, suéltalo ya. ¿De qué se trata?
Parecía hablar más lento que nunca, pero al darme cuenta de que eran las siete y media de la tarde adiviné cuál era la causa.
-Tengo una pequeña proposición que hacerte -dijo, disfrutando del momento-. ¿Te apetecería ir a África?
-Claro que sí -le respondí, procurando estar a la altura de lo que él pensaba de mí.
-¿A qué parte de África?
-Al África más recóndita -contestó-. Al puto rincón más recóndito de África que encontremos.
-¿De viaje? -le pregunté. Confieso que me sentí súbitamente abatido.
-Por supuesto -dijo.
-¿Quién corre con los gastos?
-Nosotros no, chaval. Eso lo sabes. Menuda sandez preguntas. Voy a rodar allí una película.
-¿Y qué se supone que voy a hacer yo?
-Ayudarme. Hacerme compañía. Quedan algunos flecos por resolver en el guión y luego nos vamos de cacería.
-¿A cazar qué?
-De todo. ¿Acaso no has querido siempre matar un elefante?
-No, no lo creo -le contesté.
-Bueno, un búfalo o un león. Vamos a organizar un safari, chaval, un safari de verdad. ¡Qué coño! Nosotros no podríamos permitírnoslo nunca.
-¿Qué tal es el guión en el que tendremos que trabajar?
-No está mal -dijo-. No mucho peor que el último, y estaremos en África.
Planeaba con ilusión recorrer los campos de nieve de los Alpes en primavera, de modo que África me pareció una calurosa e incómoda alternativa.
Sentí igualmente un inquietante presagio ante la perspectiva de partir hacia el rincón más salvaje del mundo con John Wilson. Siempre había logrado que Sunset Boulevard me pareciera ya bastante peligroso de por sí.
-¿Te pasa algo? -me preguntó, aparentando sincera preocupación por su amigo.
-Intento decidir qué hago.
-¿Qué? -no salía de su asombro.
-Intento decidir qué hago -le dije.
-Por el amor de Dios -me respondió, indignado-. Mira, te paso a mi secretaria para que te dé mi dirección. Me pones un cable y me dices a qué hora llegas mañana.
-Mañana no -le grité-. Pasado mañana.
-Vale, pero no te retrases, chaval.
-¿Por qué no me das tú mismo tu dirección?
-No me la sé -me dijo-. Al menos, no esta noche. Espera un momento.
-Soy Jean Wilding, la secretaria de Mr. Wilson -dijo una voz muy seca con acento británico al otro lado del teléfono-. Bastará con que nos envíe un telegrama al hotel Claridge's con la hora a la que llega.
-¿Es ahí donde se aloja Mr. Wilson? -le pregunté.
-Bueno, esta noche no -contestó ella-. Pero nos harán llegar todos los mensajes.
-¿Dónde están ahora? -pregunté, por pura curiosidad.
-Estamos en Dorset -respondió la joven-. Mr. Wilson ha estado cazando con los Dorset's Blues.
-Sí, claro, entiendo. Tendría que habérmelo figurado. Le enviaré un cable.
-Muchas gracias, Mr. Verrill.
-¿Va usted también a África? -le pregunté. Todo aquello me sonaba a una de las cansinas bromas de Wilson.
-Bueno, eso espero -respondió la muchacha, con una risita-. Estamos intentando convencer a Mr. Landau y espero que al final ceda.
-Mr. Landau no ha ido de cacería, ¿verdad?
-No, está en Londres.
Oí que Wilson le decía:
-Pásame el teléfono, encanto. -Y después escuché su voz de nuevo-. ¿A qué vienen tantas preguntas estúpidas? Móntate en el avión.
-De acuerdo, John -le dije. Incluso si era una broma, merecía la pena hacer el viaje para volver a verle.
-No te retrases, chaval. Tengo ganas de verte.
-Allí estaré -le contesté, y colgué. El piano arrancó de nuevo y continuó con La vie en rose desde el punto en que se había interrumpido. «Bueno», me dije a mí mismo, «pronto estaré lejos de todo de cualquier forma, lejos de las mismas canciones y de las mismas caras. Al menos, África será cuando menos un cambio». Llevaba algún tiempo sintiendo que el cerco de las montañas se cerraba sobre mí.
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