Historia Taurina

Aires goyescos de tonos tabacos y azules

  • Es 10 de septiembre de 2016. La ciudad francesa de Arles está en fiesta. Luis Francisco Esplá vuelve por un día a los ruedos,conocedor de que el público le exigirá estar a un gran nivel

Traje goyesco que lució Esplá en 2016.

Traje goyesco que lució Esplá en 2016. / Justo Algaba

Han transcurrido ya siete años. El tiempo ha pasado deprisa. El matador ha estado ausente, que no ajeno, al mundo de los toros. Tras treinta temporadas en los ruedos decidió poner punto y final. Era la hora de decir adiós. Todo pasa y todo llega. En la mente aún esta vagando el recuerdo, imborrable, de su última tarde. Una tarde apoteósica y plena. El adiós a la primera plaza del mundo, escenario de una despedida triunfal a una vida marcada por el tótem ibérico del toro de lidia. Siete años y aún siente la respiración violenta de aquel toro. Beato se llamaba. Un animal soñado para poner broche de oro a una trayectoria impoluta. El final deseado y soñado se había cumplido aquella tarde en Madrid.

Es 10 de septiembre de 2016. La ciudad francesa de Arles está en fiesta. La antigua Arelate romana celebra su ya tradicional Feria del Arroz. Y cómo no, la fiesta está aparejada al toro. Desde muy antiguo se celebran corridas a la española en la localidad gala. La Camarga es tierra de toros. La afición al rito de la tauromaquia viene de mucho tiempo atrás. Las tierras salitrosas que rodean a la ciudad fueron y son solar del toro. De ahí que, con motivo de las fiestas se programen festejos taurinos que tienen como marco el coliseo romano y que levantan gran expectación, no ya solo en la ciudad y la comarca, sino en todo el planeta de los toros. La corrida goyesca se ha hecho un clásico en la temporada taurina.

Las calles viven la fiesta con un ambiente sin igual. Suenan las charangas. Las notas del pasodoble Toros en Arles, del maestro Abel Moreno, evocan la música de Bizet. En una habitación de un hotel un hombre revive siete años después sensaciones que solo permanecían en el recuerdo. Después de decidir romper el nexo que le unía al ceremonial de la liturgia del toreo, sin explicarse aún los motivos, se ve anunciado en el cartel de la corrida eje de la feria.

¿No hubiera cumplido de sobra con el exorno artístico de la plaza para la ocasión? El cartel que anuncia el festejo también ha salido de su mente de artista y lleva el trazo de sus pinceles, así como la luz pura de su Alicante natal en sus variados colores. Pero no ha sido suficiente. El torero ha podido con el hombre. Es una actuación puntual, pero la responsabilidad es la misma.

En aquella habitación, tal vez para acallar la música de las calles, suena el jazz desgarrado de Miles Davis. Luis Francisco Esplá vuelve por un día a los ruedos. Es una actuación, pero es conocedor de que el público le exigirá estar a un gran nivel. Su toreo barroco y de añejo sabor es esperado por la afición. Esplá tiene que ser el mismo que llegó a la cumbre del toreo y de ahí que la responsabilidad sea máxima.

Sobre la silla, el traje goyesco que vestirá por la tarde aguarda el momento. Es obra de Justo Algaba sobre una idea del propio matador. El color tabaco es el imperante. La creatividad de los dos maestros, del toreo y de la costura, ha hecho lo demás. La pasamanería de color azul turquesa da luz y viveza a las prendas. Tabaco, azul y naranja en chaqueta y calzona. Blanco, y de original corte, el chaleco. Sobre la cabeza redecilla blanca con ceñidor azul y el dieciochesco sombrero de tres picos.

Esplá rememora viejas tardes sobre las arenas del coliseo arlesiano. Su toreo no es perecedero

Aquel traje trae los recuerdos de cuando la fiesta fue tomada por el pueblo. Trae añoranzas de la época de Pedro Romero, Pepe-Hillo o Costillares. También del genio de Fuendetodos, Francisco de Goya, que con su pintura supo retratar aquel toreo que comenzaba a ser de los españoles y una de sus señas de identidad. Don Paco, el de los toros, gran aficionado y que acudía a las plazas con asiduidad atraído por la variedad de luz, vida y color que rodea a la fiesta.

El matador parte plaza en unión de Juan Bautista, partícipe de tan puntual reaparición, y de Morante de la Puebla. En toriles esperan seis toros con el hierro de Zalduendo. Ha llegado la hora. Hay que volver, pese a los años y al transcurrir del tiempo, a ejercer de oficiante del último rito litúrgico de la primigenia cultura mediterránea.

Esplá rememora viejas tardes sobre las arenas del coliseo arlesiano. Su toreo no es perecedero. Por ello no pasa de moda. Lo clásico pervive y siempre trae una bocanada de aire puro y fresco cuando lo demás ralla en la mediocridad. Las orejas cortadas fueron lo de menos. Lo importante fue, una vez más, la puesta en escena de un toreo, con aire vintage, pero que sacia tanto al espectador como al aficionado más recalcitrante.

La tarde fue redonda, pese a la fea cogida que hizo cuarto, de la que el maestro diría “que también entraba en el contrato”, percance sin consecuencias, pero que vino a mostrar la cara amarga de un arte que, pese a quien le pese, permanece vivo, más vivo que nunca. En el recuerdo de los que lo vieron y del propio maestro Esplá quedará para siempre aquel aire goyesco de tabaco y azul.

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