"La felicidad es un veneno que nos obsesiona y frustra al no alcanzarla"
Elena Medel | Escritora
La poeta debuta en la novela con 'Las maravillas', uno de los libros más aclamados de 2020 y en el que aborda la construcción de la identidad y la ausencia de ascensor social en la España reciente
En el universo femenino de Las maravillas (Anagrama) no hay tiempo para arrepentimientos y sí mucho trabajo para poder pagar las facturas y llegar a fin de mes. El debut en la novela de la hasta ahora poeta y ensayista Elena Medel (Córdoba, 1985) es cualquier cosa menos una obra complaciente en la que aborda temas incómodos y tabúes con un tono delicado de fondo que le impide caer en la sordidez o el desencanto absoluto.
-Estamos ante uno de los libros del año, que suma ya tres ediciones y se va a traducir a nueve idiomas. Pero ¿qué es para su autora Las maravillas, cuya temática dista tanto de su título?
-La novela se tituló Ideología en los primeros meses de escritura, pero cambié el título porque dirigía demasiado la lectura; la acotaba a una interpretación política, que para mí es fundamental y con esa intención la escribí, por supuesto, pero me parece que también puede leerse como una extraña saga familiar, desde un espacio más íntimo... Las maravillas es el asunto de un correo electrónico que se envían Celia e Inma, dos personajes secundarios, que recuerdan años más tarde la historia que cambia la vida de unas protagonistas. Enlaza con uno de los temas que guían la novela, el dinero, y juega no sé si con la ironía, que no es un recurso que forme parte de ella, pero sí con esa distancia no sé si ingenua, sí buscando la defensa propia, que suaviza las aristas de la obra.
-¿A qué obedece la pulsión por mostrar la periferia, la vida en los márgenes de estas mujeres?
-Yo pertenezco a la periferia y mi concepto de la escritura tiene que ver con la mirada al presente y a la realidad; impostaría si contase otras historias desde otros espacios. He vivido y vivo en la periferia: mi hogar está en Carabanchel, más allá del río Manzanares y de la M-30, y mi día a día transcurre muy lejos del Madrid de las postales y las conexiones televisivas. La elección es también política: quiero contar historias protagonizadas por mujeres, e historias protagonizadas por mujeres de clase trabajadora, que viven en barrios obreros. Me gusta mucho esa idea de Annie Ernaux, que habla sobre su escritura desde las circunstancias: ella escribe desde su condición de mujer, con un pasado de clase baja y un presente burgués, desclasada. Yo escribo como mujer de clase baja, que vive en la periferia de una gran ciudad y con un trabajo precario. De manera inevitable, y de manera deliberada, esto se filtra en mi escritura.
-¿Cómo fue el proceso de construcción de los personajes?
-El primer personaje sobre el que trabajé fue el de Alicia, que aparecía como secundaria en varias novelas que había descartado; Las maravillas es la primera novela que publico, pero la cuarta que escribo. Cuando terminé el borrador del primer capítulo que escribí para la novela, "El reino", me pregunté quién era Alicia y quiénes eran su madre, su abuela; qué había sucedido antes de ese capítulo, y qué sucedería después. En esas respuestas surgió el personaje de María, intentando limar las cuestiones más emocionales: se trataba de evitar que María cayese en el dramatismo o en la lágrima fácil. Ningún personaje recrea a ninguna persona que conozca, pero en la novela sí que recurro a situaciones que viví o que escuché. En el caso de María, ella nace en el barrio de Cañero, en Córdoba, en el que nació mi padre, y ella se instala en Madrid en el barrio de Carabanchel, en la zona de Puerta Bonita, que es el barrio en el que vivo yo. Los personajes no simbolizan ni funcionan como metáfora de nada, pero al trabajar sobre María quería focalizar en ella la parte política de la novela: cómo surgen su conciencia obrera y feminista, de qué forma ella y sus amigos se plantean el papel de la izquierda, su militancia ideológica en el activismo social. Quería integrar todo esto en la novela, porque me parece que gran parte de la capacidad de resistencia del país se basa en el asociacionismo y el voluntariado. Lo hemos vuelto a comprobar durante el estado de alarma, cuando ante el cierre de los comedores sociales y la inacción de las administraciones, han sido las asociaciones y los colectivos quienes han reaccionado para formar plataformas de reacción y de ayuda.
-Partiendo de unas circunstancias muy humildes y complicadas María va a desarrollar un camino personal, atípico incluso, que pone en cuestión la maternidad y los cuidados familiares.
-El recorrido de María es muy habitual: alguien que quiere aprender, que quiere crecer, y que no tiene dinero para parar y estudiar, dinero para comprar tiempo con el que estudiar, y por eso mismo se enfrenta a esa educación desde el autodidactismo, por el placer de saber. Estoy recibiendo muchos mensajes de mujeres de la generación de María, o de la generación posterior, que me cuentan su historia, con muchos puntos en común con la de María. Muchas veces minusvaloramos a quienes trabajan en empleos no cualificados, que es además una expresión ideológicamente muy perversa; como si una limpiadora o una reponedora no fuesen capaces de disfrutar con un libro o una película, de tener una ideología, de implicarse... Por sus oficios les deshumanizamos. Los cuidados y los vínculos familiares están presentes en la historia de María, pero también en la de Alicia: son otro de los ejes de la novela. Cómo los cuidados recaen indudablemente en las mujeres, se asignan a un género, y qué ocurre como cuando sucede en Las maravillas los cuidados no se pueden o no se quieren asumir.
-¿Cuánto deben los personajes de Las maravillas al feminismo?
-En el caso de María, todo; en el de Alicia, diría que nada. María llega al feminismo con una inmensa naturalidad, desde la sororidad y el apoyo mutuo con las mujeres que la rodean; tras una primera experiencia de militancia colectiva, en una asociación de vecinos, esa red de apoyo y de cuidados la establece con las mujeres de su barrio. Se ha concienciado de que no puede cambiar el mundo, pero sí su mundo. Alicia es un personaje individualista, a quien le preocupa poco más que su propia supervivencia, y a quien le molesta cualquier circunstancia que la hermane con el resto: género, clase, no le dicen nada, no quiere sentirse parte de ningún colectivo.
-El personaje de Alicia es a la vez subversivo y sumiso, de una rebeldía autodestructiva. ¿Cómo consigue que no repela al lector?
-Me gustaría incluso pensar que Alicia puede repeler a quien esté leyendo la novela, que puede forjar cierta incomodidad en la lectura: pienso en uno de mis libros favoritos, El fin de Alice, de A. M. Homes, que justo arma a sus protagonistas desde esa voluntad, la de leer desde el rechazo. Alicia crece en el desclasamiento: nace en una familia humilde venida a más, le han enseñado que vivirá un futuro que luego no se cumple, no consigue admitir lo que ha ocurrido y todo lo que rodea a lo que ha ocurrido, incluyendo ese regreso a su origen social. Su madre y su hermana pequeña lo asumen, se reponen, pero ella reacciona desde esa actitud que tiene que ver con la negación.
-A través de esa familia de nuevos ricos de la que procede Alicia la obra lanza una mirada a la cultura del pelotazo, a la vida en una burbuja a punto de estallar.
-Para mí tiene que ver con el sueño de los años 90: la sensación de que vivíamos en el primer mundo, incluso la familia más modesta tenía unas vacaciones en la playa y varios coches; un fracaso del que no aprendimos, porque se repitió en la década siguiente, con la burbuja inmobiliaria y la crisis de 2008. El padre de Alicia erige su pequeño imperio a base de mentira sobre mentira sobre mentira; no porque quiera engañar a los demás, sino porque se engaña sobre todo a sí mismo, y quiere convencerse de que conseguirá dejar de ser el empleado para convertirse en el jefe. Ese sueño exhibicionista, también, que no sólo consiste en atesorar riquezas sino también en enseñarlas: serlo y parecerlo. En ese ambiente crece Alicia, y de él se le expulsa, aunque la voz narradora -que es subjetiva y tramposa, siempre de parte de aquella protagonista a la que cuenta- nos recuerde que su actitud quizá se origine antes de la debacle.
–¿Qué enseña su libro del concepto del amor y de la pareja en el que nos educaron?
–He aprendido a no escribir sobre aquello que no me interesa, porque creo que la falta de curiosidad se intuye en el texto: no me interesan las cuestiones sobre la pareja y el amor, me temo, pero sí la construcción más amplia de las emociones en el capitalismo. Ya en Chatterton, el último libro de poemas que publiqué, allá por 2014, están muy presentes las ideas de Eva Illouz: sus teorías en torno al capitalismo emocional, a la manera en la que ha impregnado nuestros vínculos, nuestra forma de relacionarnos con los demás; pensando en qué nos aportan, no necesariamente material. Por ejemplo, el personaje de Alicia mantiene su relación con Nando porque él le brinda seguridad: a cambio de esa seguridad, de ese piso cuya hipoteca paga él y no ella, de ese sueldo más o menos estable que él aporta a la economía familiar, Alicia cede a los deseos de él, y se casa, e invierte su tiempo libre en aficiones que a ella le parecen ridículas, y se plantea la maternidad. En el caso de María, decide todo lo contrario: vivir quizá con una menor seguridad económica, con mayor precariedad, pero no hacer suyos ciertos deseos que intenta imponerle su pareja.
–¿Existe el ascensor social en nuestros días?
–Por supuesto que no. Es una entelequia: un consuelo para quienes ocupan los pisos bajos, y esperan ascender, y un lavado de conciencia para quienes miran el mundo desde arriba. Las maravillas es una novela sobre el dinero, sobre la falta de dinero; sobre ese dinero que no se tiene, y que al no tenerse define nuestras vidas, limita nuestras posibilidades. Lo indica María en un monólogo: los caminos diferentes que habría recorrido su vida de haber tenido dinero. Igual que Alicia, que de vez en cuando fantasea con su presente tan distinto de no haber ocurrido lo que ocurrió a su padre. Con el dinero lo compramos todo, incluso el tiempo o la suerte, desde luego nuestra posibilidades de hacer o de decir o de lograr. Ellas no lo tienen, sus vidas se definen desde esa falta de oportunidades.
-¿Qué importancia concede a la gran literatura realista y a los autores del XIX que, como Zola, abordaron el tema del dinero?
-Forma parte de la tradición en la que se inscribe mi libro, por supuesto, aunque es cierto que mis referencias son casi todas más recientes: Natalia Ginzburg, Annie Ernaux. Pero no me incomodan las etiquetas: novela política, social, comprometida, realista, etcétera. Escribo desde esa conciencia... Y si hablamos del XIX también tengo que mencionar el marxismo.
-¿Y cuánta diría que es la deuda de Las maravillas con respecto a los maestros españoles recientes como Chirbes, Gopegui, Marta Sanz o la propia Elvira Navarro, que han abordado también estas cuestiones de clase y periferia?
-La deuda es absoluta. Yo añadiría a las escritoras de la Generación del 50: a Ángela Figuera Aymerich, que en sus poemas presenta los espacios de la intimidad -los espacios de las mujeres: el mercado, la cocina, el dormitorio- como espacios políticos, y a narradoras como Carmen Martín Gaite o Elena Soriano, que en época de censura insuflaron compromiso -sutileza mediante- a su obra.
-El lenguaje es preciso y depurado. ¿Le costó encontrar el tono de la novela?, ¿hasta qué punto la voz poética que ha cultivado fue una ayuda o un lastre?
-La poesía es para mí el centro de mi manera de entender la literatura: al escribir poesía he aprendido que la etapa más importante del proceso de escritura es la corrección, y en la corrección entran la reescritura pero también el descarte, y al escribir poesía he aprendido también que una de las búsquedas que más pesan en el texto es la de la palabra exacta, decir todo lo posible con el menor número posible de palabras. Quería que en la novela se escuchara el ritmo del pensamiento, casi de ese pensamiento en voz alta que tira de un hilo y se enreda y salta a otro tema sin haber cerrado el anterior, y en ese sentido escribí y corregí mucho. Descarté capítulos enteros, escenas completas, y casi todo el proceso de edición consistió en borrar, borrar y borrar.
-¿Qué generación o contexto cree que la representa como escritora en este momento?
-Funciono más por afectos que por cronologías; además, siempre me he sentido fuera de panorámicas, porque publiqué mi primer libro muy pronto, cuando empezaban autores que tenían diez años más que yo, y en cierto modo eso me desconectó del tempo de escritura y de publicación de quienes tenían mi edad. No sé qué contexto me representa: mi contexto es el salón de mi casa, en el que caben igual mi biblioteca y mi cocina. Yo me siento muy acompañada por Erika Martínez o María Sánchez, por mencionar a dos escritoras que son muy amigas mías, con quienes converso mucho sobre literatura y sobre vida, que leen mis textos cuando son borradores y cuyos libros -con nuestras distancias, por supuesto- siento muy cercanos a lo que yo escribo.
-Las maravillas aparece en todas las listas entre los mejores libros del año. ¿Qué títulos la han marcado a usted en 2020?
-Durante este año he releído, sobre todo, y he aprovechado para ponerme al día con lecturas pendientes de genealogía, con ensayos sobre la literatura escrita por mujeres antes del XIX. De los publicados este año, me ha impresionado La voz del padre, la voz de la madre (Temporal), de Lucía Boned Guillot, un libro inteligentísimo que plantea con lucidez y ternura de qué otras formas podemos acercarnos a la memoria, o dos poemarios excepcionales, sobre la maternidad también desde discursos poco acostumbrados: La silva (Incorpore), de Teresa Soto, y Arborescente (Pre-Textos), de Nieves Chillón. Dos poetas cuyos nuevos libros deberían recibirse siempre como un acontecimiento.
-Desde hace años reside en Madrid. ¿Qué echa de menos de Andalucía?, ¿hasta qué punto sus raíces en el sur, en Córdoba, definen o no su mirada, estilo y modo de estar en el mundo, por asunción o por rechazo?
-Hace muchos años que vivo en Madrid y que no tengo vínculo con Andalucía ni con Córdoba; me extraña bastante cuando leo la coletilla "cordobesa" si se refieren a mí, porque yo me considero madrileña. En cierto modo Las maravillas es una novela de amor a Madrid, al Madrid que yo vivo, claro, con sus largos trayectos en metro y sus ciudades dentro de la ciudad.
-¿En qué anda trabajando ahora? ¿Qué cosas la hacen feliz?
-Estoy acabando un ensayo sobre poesía, tomando notas para una novela y pensando también en un libro de poemas; no sé cuál se impondrá. La felicidad es un veneno: la perseguimos con obsesión, y nos frustramos al no alcanzarla. Yo asumí hace tiempo que no merece la pena empeñarse en algo que ocurre unas veces y otras no, así que mi felicidad es la tranquilidad: la tranquilidad de pagar el alquiler y la cuota de autónoma, de entregar un texto cumpliendo el plazo acordado, de llamar a casa y que esté todo bien.
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