Real Sociedad-Cordoba • El otro partido

Campeón del suspense

  • En las peñas del Córdoba se siguió el partido más dramático de la historia reciente del equipo en medio del delirio • El desenlace final hizo que brotaran lágrimas de pena que luego fueron de alegría

Sentado en un bordillo, con la mirada iluminada por sendos lagrimones y perdida en un infinito que estaba tocando con el presente y mordiendo su bufanda. X, uno cualquiera (usted mismo por ejemplo), desconocía su propio estado de ánimo a eso de las ocho de la tarde de ayer. Acababa de vivir los noventa y tantos minutos más intensos de su vida. Se había tomado un cóctel de anfetaminas visuales que, en cualquier otro cuerpo no habituado al sufrimiento (el del cordobesista fiel ya está casi inmunizado) hubiera provocado un infarto irreversible.

Quien dijera que el fútbol no es una cosa de vida o muerte sino mucho más que eso debería haber visitado ayer la sede social de Cordobamanía por la tarde. X estaba allí desde las cinco y poco. Con su bufanda. Con sus incomprensibles ganas de pasarlo mal. Con el respaldo de verse rodeado de camaradas que, por empatía, sentirían lo mismo que él. Las banderas, banderines y bufandas convertían las frías paredes encaladas en un hogar refugio del alma.

X mira a su entorno y respira. Quedan quince minutos para que empiece el encuentro y en la televisión juegan Écija y Huesca. El recuerdo que evocan los segundos le da ánimo para ser optimista. Eso y los números (alguien grita “hasta perdiendo tenemos un ochenta por ciento de posibilidades de salvarnos”). Sin embargo, un tercero replica con ironía: “¿Por qué no nos gustaría el ajedrez?”. X ríe, pero por dentro empieza a sentir el acongoje. Mira el reloj. No sabe si pedir una coca cola o empezar a dejar el vicio en el peor momento por aquello de los nervios. Deja sus bártulos y busca un hueco entre el pequeño y abarrotado recinto. A su lado, un par de niños juegan a su aire. Envidia su inconsciencia. En esos momentos envidia todo lo que no tenga que ver con el club que le hace pasarlo francamente mal casi todos los años de su vida. Que le hace que los meses de junio sean una tortura calurosa de viajes, componendas y suspense en dosis industriales. Pero ama sus colores y, por eso, besa el trozo de tela que cuelga de su cuello como escapulario consagrado. Ese mismo y roído paño que le había acompañado en mil batallas. Estandarte que sufre pero nunca se entrega.

Comienza la carrera. De fondo. La televisión, única ventana a la realidad y sacerdote y juez de la suerte colectiva, no se escucha. Las pupilas multiplican su rendimiento. Las manos tiemblan. Marca el Celta. “¿Eso nos viene bien?”, pregunta alguien despistado. Viene muy bien, pero nadie pretende hacer números. Quedaba mucho por delante.

Llegan dos cámaras de televisión y otros dos reporteros gráficos que quieren aprehender el sentimiento colectivo. Algunos se esconden. A X le proponen que tome el micrófono y hable, pero no está para nadie.

Treinta minutos. En la televisión ataca el Córdoba, pero por la radio ya ha marcado. Dos de los sentados en primera fila saltan y el resto espera unos segundos para corroborar el tanto con sus propios ojos. X se abraza con un desconocido. Loas a Pineda, el ejecutor y vivas variadas a los colores.

Pero X no las tiene todas consigo. Demasiados años montado en una nave que siempre tiene que tirar de botes salvavidas para pensar en un paseo militar.

Por eso, cuando empata la Real ni pestañea. Ya sólo piensa en que los otros invitados empiecen a carburar. Por Gijón la cosa va bien, por Málaga, fetén también porque los de casa ya están casi celebrando el ascenso. En Anoeta la única motivación la tenían ya desde el descanso los de blanco y verde. X advierte de los tantos ajenos. Todo pende de un hilo.

Llega la pausa. La mayoría fuman. Otros pocos viven el desenlace del encuentro entre el Écija y el Huesca. Marcan los aragoneses y sentencian. “Ya nos volveremos a ver por aquí”. El tono suena amenazante y denota una insultante autoconfianza: “Vamos a dejarnos de pegos”.

Empieza la segunda parte. La última de verdad. La que les haría vivir o morir. O ambas cosas, porque de todo hubo. Como no había indicios de que el resultado de San Sebastián cambiase, todo pasaba por las ondas hertzianas. Y, como en una (en otra más) película de terror de ésas que se ven con la pareja o en casa a oscuras, las tornas cambiaron. El Alavés remontaba el encuentro en Balaídos y el Xerez marcaba. Las miradas, cruzadas, no daban crédito. Tal estaban las cosas que un sólo despiste mandaba todo al garete. Del juego de la silla en el que participan hasta seis esforzados concursantes ya sólo quedaban tres danzando. Quedaban quince minutos de música y la pulsión por el descenso se centraba en Alicante, Ferrol y San Sebastián. Mientras, en la sede de Cordobamania gritaban, rogaban, imploraban a sus jugadores que se fueran para arriba. Estaban, la mayoría, absolutamente convencidos de que el Cádiz iba a acabar marcando. De que la mala suerte, esa incómoda compañera de viaje, no se iba a tomar vacaciones hasta final de curso. “Fijo que nos la cascan al final”, “José, mete algún delantero que hay que ganar”. Y José escuchaba regular. Su figura en la tele era interpelada de forma mística por los presentes. X no sabe dónde meterse. Otro de los presentes, sí. Lejos, bien lejos. Va acabando el choque y nadie parece saber muy bien qué es lo que puede ser mejor. La vista de X se vuelve borrosa. Tiemblan las piernas y no sabe contra quién abjurar. Lo más socorrido es girarse y darle la vuelta a la realidad. Pensar en otras cosas. En el futuro. En el verano. En el amor. En el alcohol. Imposible. Una fuerza centrípeta incomprensible le ata al suelo y le separa los párpados.

Se acaba el partido de Anoeta. Todo quedaba a expensas de lo que pasara en Alicante. Y, por supuesto, en Alicante y en el 95 al Cádiz le pitan un penalti a favor por unas manos tremendamente sospechosas de un defensor herculano. Manos a la cabeza. Vahídos. Vehemencia. Un señor mayor se cae de una silla. Llanto. Desesperanza. Campos de tierra. Kilos de cemento por encima. Sueños rotos. “¡Mierda!”. A X se le pasa por la cabeza un millón de cosas. Y, entre ellas, sólo por un segundo, la posibilidad de que el penalti no se convierta en gol. Y no fue. Y el cielo se despejó. Y las decenas de tropelías del destino sufridas este año quedaban compensadas en un final digno del Córdoba. En un palo y un rebote que, normalmente, hubiera entrado. X reflexionaba mientras saltaba con más desconocidos empapado en mil vapores: ¿Buena suerte de que el penalti no entrase o mala de que lo pitasen? Daba igual. La bendita locura, una vez más, le ganaba la batalla al menos común de los sentidos (el común). Y el Córdoba (y X) seguirán siendo de Segunda. Y sufriendo. Y llorando. De pena o de alegría.

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