Reflexión por el día de los derechos humanos

Humanidades en la Medicina

El recordatorio de esta fecha es un compromiso de una lucha no acabada. Aunque conozcamos y denunciemos los hechos acontecidos tipificados como delitos, es preciso construir las condiciones técnico-jurídicas que permitan vivir a las personas con dignidad

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Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789
Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789 / Mario García Sánchez | Efe

El 10 de diciembre nos recuerda el Día de los Derechos Humanos. ¿Pero qué significa en nuestra rutina? Posiblemente, si no nos lo hemos planteado o nunca lo hemos pensado, es porque no hemos tenido la necesidad de ni siquiera reparar en esto.

Sabemos que la dignidad de la persona no nace garantizada; por ello, cuando nos encontramos en una situación de tensión permanente y en nuestro interior salta un sistema de hiperalarma, encendido por la denigración humana y vulneración de nuestros derechos como persona, es cuando comprendemos al prójimo. Esa tensión adopta formas cambiantes, pero reconocibles; me refiero a cautiverios forzados, víctimas del terrorismo, diversos holocaustos, movimientos migratorios, ya por guerras o por hambrunas, trata de personas, etc., procesos que transforman al ser humano en material desechable, ante los cuales debemos rebelarnos y, de esta forma, percibiremos mejor que nunca el motivo de una fecha simbólica como esta.

Después de la Segunda Guerra Mundial se creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en 1945; ya establecía el respeto a los derechos humanos como uno de los principales objetivos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos se proclamó en 1948 como una norma de protección universal.  

Las proclamas no bastan. Se siguen produciendo atrocidades y la historia reciente nos obliga a realizar una lectura crítica desde la medicina preocupada por la vulnerabilidad, la muerte y el cuidado.

Desde la necropolítica, Achille Mbembe propuso que los estados tenían capacidad para decidir quién puede vivir y quién debe morir. Estableció el concepto de la muerte jerárquica: unos cuerpos protegidos y otros sacrificados, pero sin que se note. Cuando la medicina se acerca a estas realidades, se convierte en testigo del reparto desigual del sufrimiento de las vidas reducidas a daño colateral.

Desde la perspectiva de Foucault, se observa que la sociedad clasifica, vigila y, lo triste de todo, que normaliza la violencia en todos sus estamentos.

Hannah Arendt, en el estudio de los totalitarismos, nos advirtió que cuando una sociedad transforma a un grupo de personas en superfluo, el resultado es apartarlo, ignorarlo y, en el peor de los casos, exterminarlo. Circunstancias que hemos visto y seguimos viendo continuamente.

En definitiva, cuando la violencia se inscribe en los cuerpos de los dominados, degradan el dolor, transmutándolos siempre a sospechosos e inferiores a los ojos del sistema, se experimenta una fractura de la subjetividad. Se convierten en víctimas no lloradas, y algunas ni cuentan como víctimas. Esta desigualdad del duelo es una manifestación de la necropolítica.

Gracias a la literatura hemos podido conocer algunos de los mecanismos que inciden en la denigración de la persona. Orwell, con su 1984, describía el control absoluto de la información y la manipulación en el totalitarismo de Stalin. Puso en evidencia lo que por desgracia ocurre en nuestra época, presagiando el devenir de algunos estados que llevan la posverdad por bandera.

La manipulación informativa amenaza la libertad y prepara el terreno para violaciones sistemáticas de derechos, porque anula la capacidad crítica de la población al normalizar el sufrimiento ajeno. En los estados de excepción encontramos una situación similar en la que Arendt apreciaba la antesala del totalitarismo.

Lo execrable es cuando se combina el miedo, la burocracia y la deshumanización, porque se llega a las formas extremas de violencia. Llega el estrés postraumático, acompañado de otras alteraciones que afectan al cuerpo, a la respuesta inmunitaria y a la epigenética. Esta última con restos heredables que verán sus efectos intergeneracionales. La memoria biológica del horror se hace presente.

El terrorismo, en todas sus variantes, enseña otra dimensión del problema. Sus misivas, algunas señalando el objetivo; otras, instrumentalizadas con mensajes violentos y de odio. Su objetivo, además de matar, realiza un relato del miedo, donde los derechos humanos están tan subestimados que se pisotean. En algunos casos, hasta incluso a los verdugos se les ha homenajeado. Pero si además recurren a la tortura con secuestros interminables y con la sensación de muerte inminente a cada momento, cuando no acaban con un tiro en la nuca, el sufrimiento es inconmensurable.

Los movimientos migratorios alimentados por el tráfico de personas causados por conflictos armados, hambre, desigualdad estructural, nos hacen pensar en si tenemos una humanidad compartida, pensando en que las fronteras se han convertido en zona de necropolítica activa.

Así pues, vemos que el recordatorio de esta fecha es un compromiso de una lucha no acabada. Que, aunque conozcamos y denunciemos los hechos acontecidos tipificados como delitos, es preciso construir las condiciones técnico-jurídicas que permitan vivir a las personas con dignidad.

La función más profunda de esta fecha es recordar a las nuevas generaciones que “la banalidad del mal prospera cuando los ciudadanos renuncian a pensar críticamente” (Arendt).

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