Cuando la biología desmiente al biólogo: el caso Watson y la epigenética
Humanidades en la Medicina
James D. Watson fue uno de los descubridores de la estructura del ADN, pero ensombreció una carrera brillante al justificar una jerarquía racial; la epigenética demostró que el ambiente configura la biología
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El nombre de James D. Watson está grabado en la historia de la ciencia como uno de los hombres que descifró la estructura del ADN. Con Francis Crick, Rosalind Franklin y Maurice Wilkins, inauguró una nueva forma de entender la vida, haciendo visible la arquitectura molecular sobre la que se sostiene la herencia. Hasta aquí, su figura pertenece a la historia de las trascendentales revoluciones científicas. Sin embargo, lo que en principio era una biografía impecable se vio alterada por una serie de declaraciones públicas. Estas declaraciones lo situaron no como pionero de una era más justa del conocimiento, sino como defensor de una arcaica idea: que la biología fija el destino de los individuos y de los pueblos.
La muerte de Watson a los 97 años, el pasado 6 de noviembre, marca un momento oportuno para revisar su trayectoria, tanto humana como científica, con las implicaciones éticas y sociales de sus discursos.
En 2007, Watson declaró en una entrevista que las personas de ascendencia africana tenían, en promedio, menor inteligencia que las poblaciones europeas, y añadió que las políticas sociales que buscan la igualdad estaban basadas en una mentira. Estas palabras no fueron interpretadas como una opinión personal desafortunada, sino como el intento de legitimar una jerarquía racial a través del prestigio científico. Fue la afirmación de que la desigualdad humana es natural, inevitable y hereditaria. Esa es la esencia del determinismo genético.
El determinismo genético afirma que nuestra capacidad intelectual, nuestro carácter o nuestras posibilidades de desarrollo están fijadas por la secuencia del ADN. Según esta visión, el entorno, la educación o las circunstancias sociales pueden modificar poco o nada. La biología sería destino, una interpretación rígida que la genética ha superado. En primer lugar, porque la noción de raza carece de fundamento biológico: las diferencias genéticas dentro de cada grupo humano son mayores que las existentes entre grupos. En segundo lugar, porque la inteligencia es un rasgo extremadamente complejo, resultado de la interacción de muchos genes con la historia vital, las experiencias tempranas, la salud, la nutrición y el entorno social.
La ciencia que surgió después de Watson aclara la comprensión de lo obtenido. La epigenética estudia los mecanismos que regulan la expresión de los genes sin cambiar su secuencia. Las células no solo tienen genes, sino que actúan como sistemas reguladores que marcan la expresión de los genes, activando o silenciando en función del ambiente. El cuerpo registra la experiencia. La pobreza sostenida, la violencia estructural, la falta de estimulación cognitiva y la inseguridad vital dejan huellas medibles en la expresión génica y en el desarrollo cerebral. Estas huellas pueden influir en el rendimiento cognitivo y, en algunos casos, persistir entre generaciones, lo que sería la heredabilidad epigenética.
La consecuencia es decisiva: si el ambiente configura la biología, la desigualdad no es inevitable. De ahí que la epigenética no implique un regreso acrítico a Lamarck, sino una comprensión más matizada de la herencia. Lo adquirido puede modular lo heredado. Y, en la misma medida, lo herido puede ser reparado.
Pero, ¿por qué Watson no integró esta perspectiva?, ¿por qué no interpretó las diferencias cognitivas entre las diversas poblaciones étnicas? ¡Si disponía del enfoque epigenético para explicarlo! Con este enfoque, podría haber reforzado las políticas sociales al verlas como historias de desigualdad. Y consolidar la idea de que cambiar el ambiente modifica la biología, lo que supondría inversión en educación y salud.
El discurso de Watson hizo lo contrario; partió de la idea de que la desigualdad es un reflejo constante de la naturaleza. Esta creencia lo apartó de los postulados de la ciencia moderna y lo llevó a radicalizar ideas del siglo XIX, justificando así la superioridad y supremacía de las jerarquías sociales. Usaba la palabra raza, que ya no se utiliza, para referirse a la humanidad, aunque en realidad solo hay una raza.
Para colmo, se valió de su autoridad científica, lo que lo catapultó al desastre. Instituciones académicas como el laboratorio Cold Spring Harbor terminaron acabando con él en 2019. Aunque trató de rectificar sus declaraciones, el daño ya era irreparable.
Sin querer descabalgar a Watson de su aportación inmensa a este campo de conocimiento por la doble hélice del ADN, sí vemos que la ciencia es una herramienta poderosa que puede servir para aseverar la dignidad o para restringirla, dependiendo de cómo se use.
El ser humano no está condenado por sus genes: la epigenética enriquece el concepto de herencia biológica, considerando que la vida es más amplia que la secuencia molecular que heredamos. Las emociones, la palabra, el afecto, la justicia, etc., dejan marcas en el cuerpo y en la mente. La responsabilidad de estos condicionantes está clara. Si la desigualdad se escribe en la biología, hemos de interpretarla desde la ética, la política y la filosofía, que son anteriores a cualquier evidencia científica, por lo que es en la sociedad donde debe comenzar la reparación.
Como pasa con otros relatos, el problema está en cómo lo contamos. Ahí está la paradoja de Watson: haber descubierto la plasticidad de la vida, pero al mismo tiempo, defendiendo la rigidez del destino.
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