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cordobeses en la historia

Francisco Solano Márquez Cruz creció entre la sal y las viñas de Montilla, estudió un Magisterio que nunca ejerció y enseñó a Córdoba el valor de sus pueblos y su cara más íntima

Matilde Cabello

30 de diciembre 2012 - 01:00

AQUEL sábado 16 de abril de 1944, a las 23:00, se adelantaba el reloj 60 minutos para aprovechar la jornada solar, decía la prensa. Era la España de un Cardenal Segura repartiendo bendiciones, ropa y víveres; la que celebraba misas en memoria de Goya a los 116 años de su muerte, la que anunciaba los vinos de Montilla auspiciados por los "Manueles" y "Pompeyos" bajo la denominación de finos y el sello de las bodegas Cobos. También en aquella localidad, el sueño de Conchita Cruz y Ceferino Márquez era la pequeña viña conocida como la de Cirilo, que llegaría a alcanzar las ocho fanegas.

La pareja de viticultores se instaló en la calle Las Salas y luego en la de P. Rosales; allí nació su hijo Francisco Solano y, con tres años de diferencia, Ceferino, Luis y Antonio. Pronto se instalaron en casa del abuelo materno, Paco de Asís Cruz, propietario de una salina. Francisco Solano Márquez Cruz creció en aquella casa: "Cuando nos fuimos allí tendría cinco o seis años. Nos instalamos en una de las alas, que tenía un patio y, al fondo, cuatro grandes salas llenas de sal, y un despacho que vendía al detall en celemines de madera". Las tías atendían y él ayudaba a veces, de ahí que fuera conocido como "Paquito el de la sal".

La viña de Cirilo se adquirió con una pequeña casilla en donde Conchita, Ceferino y sus cuatro hijos pasaban los veranos; los niños vestidos con los monos idénticos que la madre confeccionaba, bañándose en el bidón puesto al sol (el mismo que servía para el sulfato de las viñas), preparando las "costillas" y los pajaritos fritos, ayudando a la vendimia con las navajillas de Albacete que compraban en La Llave de Montilla o transportando la uva al lagar. "Mi hermano Ceferino era el más espabilado para el campo", recuerda Paco. La primera vez que el padre le mostró orgulloso su viña, el niño se sentó en una cepa y se puso a dibujar: "Creo que él entendió entonces que el campo no era lo mío".

El rótulo con el nombre de La Concepción en la viña fue su primer trabajo gráfico. Ya se había iniciado en las letras en el Rebaño de María del Colegio San Luis. Pasó después a los Salesianos, en torno a los siete años, y vinieron las excursiones en taxi a los alumnos del Cuadro de Honor; don Fausto, ese cura latinista y extremeño; algún día en el colegio de Córdoba, las películas allí o en el cine Magdalena; un paseo con el barquero tras la avalancha de los viajeros al fútbol; los quioscos de Córdoba y Montilla, los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, los cancioneros y los cuentos de ediciones El Molino colgando con alfileres de ropa. Ya entonces quería estudiar Filosofía o Periodismo: "Pero no había recursos; tampoco me daban beca, por la viña, y estudié por libre Magisterio porque tenía más contenido de cultura general, y venía a examinarme a La Normal, que estaba en la plaza de San Felipe".

Antes de acabar Magisterio, el destino lo llevó a una emisora de radio, de la mano de unos misioneros jesuitas que pretendían importar un programa de alfabetización, aplicado ya en Sudamérica. En Radio Montilla para la Enseñanza comenzó a colaborar y con 18 años fue nombrado jefe de programación: "Hacía crítica de cine, películas, una adaptación de la Biblia que llamé El Libro de los libros, y se llegó a formar un cuadro de actores. Uno de ellos era Julio Anguita, un maestro vocacional".

Julio Caño, encargado de crear la segunda emisora de radio de Córdoba, lo descubrió en el 64 y le propuso el traslado a la capital. Entró de auxiliar y a los 21 años obtuvo el ascenso a redactor, terminó Magisterio y nunca ejerció: "Me encontré con una profesión que me gustaba y colgué el título". Cuando el delegado de Turismo Julio Doblado lo propuso como asesor de los antiguos Tele-Club, compatibilizó la radio con la primera etapa provincial y abandonó la emisora al ocuparse del proyecto a nivel andaluz. Fue entonces cuando acabó sus estudios, también por libre, con la última promoción de la Escuela de Periodismo de Madrid.

En el 67 había conocido a Teresa Cristina Montoro, una estudiante de Artes y Oficios con quien se casaría en Santa Marina dos años después, y madre de sus dos hijos.

En su extensa e intensa carrera periodística fue uno de los fundadores del Semanario Cordobés, donde una de sus brillantes entrevistas le abrió las puertas de la prensa local, en la que introdujo una sección de Pueblos de Córdoba de la A a la Z que, por vez primera, mostró la riqueza sociocultural y patrimonial de nuestra provincia. La serie cristalizaría en su primer libro, en 1976, al que seguiría La Guía Secreta de Córdoba, y más de una decena de títulos que jalona su última entrega, Córdoba de la bicicleta a la vespa. En ellos reúne la autenticidad de lo vivido y la minuciosidad de la investigación rigurosa, característica de este maestro y pionero en el descubrimiento y promoción de nuestros pueblos. En Córdoba capital participó en la fundación de Tendillas 7 y Diario La Voz, del que fue director, y responsable de prensa de Gobernación. En la extinta Caja Provincial realizó una labor impagable como coordinador de publicaciones, hoy convertidas en un catálogo de primer orden para el estudio futuro y el deleite atemporal del panorama intelectual y literario de la Córdoba de entresiglos. Su nombre es el mejor garante de rigor, seriedad y buen contar.

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