El prestamista amigo de Dios quemado en su hoguera
Cordobeses en la historia
Pedro Fernández de Alcaudete ostentó el poder económico de Córdoba, lo paseó por sus calles y templos, antes de ser inmolado por quienes bendijeron y consagraron su ascenso social
POR las calles, las casas y las gentes de Córdoba, habían transcurrido más de doscientos cincuenta años desde la entrada de Fernando III y sus dogmas religiosos; pero la llama de la doctrina islámica y hebrea seguía encendida en los corazones y la memoria de muchos cordobeses, a pesar del tristemente célebre inquisidor Lucero y los legisladores que ampararon el entramado de sus desatinos. Pedro Fernández de Alcaudete, tesorero de la Catedral, formó parte del engranaje de aquellos poderes que con el pretexto de las falsas conversiones, llegaron a abrir más de 5.500 procesos a presuntos "herejes", judaizantes o falsos cristianos.
Nada se sabe de los orígenes ni de los primeros años de este personaje, diácono y Tesorero de la Catedral, asido al timón económico del poder inquisitorial con tal maestría, que quizá llegara a ser patrón casi en exclusiva. Pero bien porque los vientos soplaran en contra o porque su ostentosidad desbordó la bodega, su nao acabó yendo a pique, con el beneplácito o la traición de quienes en otro tiempo bailaron al son de su ola.
La primera referencia que de él se tiene es la "tradición histórica", recogida por Teodomiro Ramírez de Arellano, partidario de que en algún momento, "debería estar en abierta oposición con los demás individuos del Cabildo, bien por su genio díscolo o irascible o por otras causas que desconocemos". Por la breve y bien detallada biografía de sus Paseos por Córdoba debió tener acceso a la sentencia del auto de fe, transcrita en parte por la profesora Cuadro García en la Revista de Historia Moderna de la Universidad de Valencia.
Pero es en la literatura donde encontramos la forma más apasionante de acercarnos a su vida, desde el rigor histórico y social hacia la Córdoba del siglo XV. Se trata de El tesorero de la Catedral (Almuzara) de Luís Enrique Sánchez. Este autor ubica el domicilio del Tesorero muy cerca, o en las mismas Tendillas de Calatrava, "en la llamada Casa Grande, de la colación de San Nicolás de la Villa", transcribiendo el pliego de la orden de prendimiento al Tesorero.
En la Casa Grande recrea la ostentosidad y el ornato que acompañaban al personaje en días señalados donde, en sus salidas hasta los templos cristianos era rodeado de muchedumbre entre quienes no faltaban miembros del clero. Allí sitúa también los libros de cuentas, en cuyos asientos figuraban enormes cifras en rojo encabezadas por apellidos cordobeses que, aún hoy, siguen siendo notables. Y en los gruesos muros y los extramuros de la Casa Grande, describe la figura del orondo y servil guardián del gran señor, y roza con extrema discreción los gestos paternales, los "favores" hacia el hijo nunca reconocido, recreándose igualmente en los oscuros caminos de las pasiones mal disimuladas entre amo y sirvienta.
Es precisamente una de estas mujeres la que nos permite dar el salto del imaginario de Sánchez, al estudio de Cuadro García: "El primer auto de fe se celebró en 1483 en el convento benedictino de los Santos Mártires y en él fue enviada a la hoguera una mujer que decían era manceba del tesorero de la Catedral. No se ha conservado el nombre..." y al parecer tampoco la razón concreta, aunque se insinúa que debía morir por "hereje".
El turno de su supuesto amante, Pedro Fernández de Alcaudete, llegaría durante la Semana de Pasión, cuando se produce el hecho en el que todos los autores coinciden con los Paseos por Córdoba: "En Jueves Santo hizo los oficios y, cuando llevaba el Sacramento para colocarlo en el depósito, frente a la capilla de San Acasio, advirtieron que de uno de los pies le brotaba sangre, hasta el punto de ir manchando el pavimento". Ante el escándalo, lo llevaron a la capilla, lo registraron y de ahí salió una acusación donde las versiones se duplican. Para unos, llevaba en el zapato la Sagrada Forma que acababa de consagrar; según otros, para guardarla ahí, para pisarla incesantemente, era su práctica habitual.
El día que fueron a prenderle a la Casa Grande, dicen que se resistió llegando a matar a uno de los alguaciles. Tras pasar por la cárcel escuchó esta sentencia que Sánchez transcribe: "pudo oír cómo el obispo de Málaga, en nombre de la Iglesia, despojaba al Tesorero de sus órdenes eclesiásticas, como a indigno poseedor de ellas, y lo dejaba como hombre seglar. A partir de ese momento, la dramaturgia se precipitó: los inquisidores relajaron y remitieron al brazo secular al hereje, para que se hiciera justicia". Pedro de las Cuevas, alcalde de la Justicia, leyó públicamente los cargos y la sentencia de muerte. Tras el "debo condenar y condeno", le cambiaron la dalmática y la diaconal por el saco bendito o sambenito, donde se podía leer: "Éste ha judaizado". Ya le habían dado "el paseo" en asno desde el Alcázar a la Corredera, y había caído varias veces de él, antes de pedir auxilio a Yahveh, maldecir a Jesús y precipitarse del cadalso al suelo, en donde murió entre llamas el sábado 23 de febrero de 1484.
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