El maleno que fusionó el rock más duro con la esencia de Medina Azahara
Cordobeses en la historia
Manuel Martínez Pradas estudió en los Salesianos, apostó por el rock, se inspiró en la ciudad califal y logró la mezcolanza perfecta entre las raíces de al-Ándalus y la vanguardia musical.
ESCOLTANDO el antiguo viaducto de Córdoba se alzaban los bloques de los empleados de Renfe, una especie de acuartelamientos abiertos antes de llegar al muro que escondía los raíles y los viejos vagones, cerrando el paso a la avenida del Gran Capitán en su camino hacia la Sierra. A una de esas viviendas en la calle Alonso El Sabio llegaron Lola Pradas y Bartolomé Martínez desde Posadas, siguiendo los destinos de aquellos funcionarios-ferroviarios que, como los militares, cumplían su sino por los sitios más dispares de la España de los años 50 y 60 del pasado siglo.
Los hijos de la pareja, que llegarían a ser 10, habían empezado a nacer fuera de esta capital que sería su tierra definitiva. El segundo de ellos, Manuel Martínez Pradas, tenía apenas 9 años y un destino impensable entonces: ser artífice de la recuperación de la leyenda y la historia de Medina Azahara, conocida todavía por los lugareños como Córdoba La Vieja, aquel 18 de abril de 1951 en que vino al mundo en Las Posadas del Rey.
El chaval, abierto y comunicativo, no tuvo problemas para adaptarse al nuevo lugar de residencia, ni al colegio de los Salesianos en donde estudió. El patio de aquel centro, su calle, la Plaza de la Lagunilla o Valdeolleros, conformaron su espacio vital y sentimental. Allí jugó a la lima, a las pedraíllas y, casi a la par, despertó al amor. Pero en todas y cada una de sus facetas, había ya una constante que, aunque comenzara como un divertimento más, sería la apuesta definitiva; la afición por la música, la composición y la voz. Así, con 12 ó 13 años, su distracción favorita era imitar junto a sus amigos a Los Beatles, Bill Haley, y otros grupos rockeros de la época. Todavía los instrumentos no habían llegado a sus manos; la mímica los suplía, hasta que con 15 años y en Valdeolleros, los muchachos encontraron un mecenas que instalaba una marca de puertas: Suemad. Y así llamaron a su primer grupo.
Estrenaron batería y guitarra, y a punto estuvieron de debutar ellos mismos en la Feria de Córdoba del 66. Pero su sueño y lo que pudo haber sido la primera actuación, fueron embargados por los proveedores del mentor dos días antes de esta fiesta de mayo. Lejos de caer en el desánimo Manuel, incansable, comenzó a buscar alternativas; las halló en uno de los clubes parroquiales de la época. El párroco de Valdeolleros le cedería un cuartito para ensayar; a cambio el grupo de Rock tocaría en la iglesia los domingos. Los jovencísimos rockeros no tuvieron inconveniente en transmutarse, una vez por semana, ni en cambiar su nombre artístico, que pasó a ser el de Los Siervos de Dios.
Cuando Manuel Martínez es llamado a filas, no dudó en enrolarse voluntario en el Tercio Alejandro Farnesio de La Legión, en Villa Cisneros. La razón volvía a ser la música; allí tenía un amigo que le sugirió la posibilidad de entrar en la banda y, de nuevo, adaptó la marca de su conjunto a las circunstancias; en este caso fueron The Army Boys y, como en su etapa clérigo musical, volvió a saltarse el guión, buscando la manera de interpretar chachachás, boleros y sevillanas, con actuaciones para el ejército y un caché de 500 pesetas por "bolo".
Volvió de África con un recuerdo gratísimo y decidido a hacer de la voz y la composición musical un objetivo de vida, ahora con un nuevo grupo: De Pie en la Vida. En 1974 funda Retorno, y el 18 de mayo de ese mismo año se casa por fin con María Ángeles Cantero Rodríguez, la joven de Santa Marina que había conocido con 13 años; la que le sigue acompañando y la madre de Alicia, Manuel y Marcos.
Entre agosto y septiembre de 1979, se graba su Paseando por la Mezquita; quizá el emblema de aquel grupo incipiente que irrumpe con un éxito rotundo en el panorama del Rock nacional, con un sello exclusivamente andaluz. Comienza el camino, siempre ascendente, de este conjunto que sigue siendo leyenda, tal vez porque su origen está impregnado de todos y cada uno de los componentes genuinamente cordobeses: la mezcolanza del sentir y saber popular; las raíces multiculturales, la esencia trimilenaria, el latir de la espiritualidad, los paisajes irresistibles de Córdoba y los sugerentes susurros de una rebeldía feroz. Con Manuel Martínez como icono, Pablo Rabadán, Miguel Galán, Manuel y José Antonio Molina hicieron lo que sólo en esta ciudad se podría gestar: un Rock en la línea más dura de la música, impregnado de la corriente más lírica de la poesía; hicieron Medina Azahara, y llevaban implícito en su nombre todo lo que su ciudad representaba, y lo mostraron al mundo. Y el mundo, una vez más, sucumbió a lo que Córdoba tenía que decir. En pocas semanas, alcanzaron los 75.000 discos vendidos.
Sin perder jamás el contacto con sus gentes y sus orígenes ha continuado impecable, como la voz y las letras de Manuel Martínez, en los numerosísimos éxitos que han venido después, hasta llegar al que conmemora sus más de 30 años de giras, producciones y reconocimientos imposibles de numerar y enumerar, en Europa, el Continente Americano o en Japón, en donde ocupan el sexto lugar entre los nombres más prestigiosos del orbe.
Hijo Predilecto de Posadas recientemente, y Medalla de Oro a las Bellas Artes, sigue teniendo a Córdoba como musa eterna y fuente inagotable de inspiración. De guitarra y flor, en colaboración con su hijo Manuel de Estirpe y los Aslandtícos, es su último regalo a los sentidos y la más reciente reivindicación de su ciudad.
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