La década rosa

El carisma de Rosa Aguilar y la dificultad para sacar adelante los proyectos han marcado su etapa como alcaldesa, que tuvo una primera fase ilusionante, una segunda de desencanto y una tercera casi agónica

Félix Ruiz Cardador

26 de abril 2009 - 01:00

Si fuese una película podría titularse La década rosa y tener una estructura clásica: planteamiento, nudo y desenlace más o menos inesperado. Pero, claro, no duraría el par de horas que suelen durar los filmes al uso sino que sería un largo serial de más de diez años. Y en él habría, como es tradición, imágenes de éxito y otras de fracaso, amistades que se rompieron por el camino, intrigas palaciegas, amores leales y también algunas deslealtades, que, como todos saben, son la sal y la pimienta del melodrama. Y es que aunque Carlos Gardel cantase que 20 años no es nada, lo cierto es que diez años, que son los que ha pasado Rosa Aguilar al frente de la Alcaldía de Córdoba, sí que dan para mucho. Recapitulemos.

Para abordar el planteamiento de este drama tenemos que retrotaernos a 1999, a una España gobernada por José María Aznar y a una Córdoba que venía de un mandato del Partido Popular. El Livin' la vida loca de Ricky Martin arrasaba en la radio y The Matrix en las salas de cine, mientras que en Córdoba se celebraban elecciones municipales en junio e IU presentaba para recuperar la Alcaldía de la ciudad a una candidata rutilante: Rosa Aguilar, que se había dado lustre nacional como portavoz de IU en el Congreso. Con poco más de 40 años, era una política joven pero experimentada que se enfrentaba a otros dos pesos pesados: el que había sido alcalde de la ciudad hasta ese momento, Rafael Merino, y el socialista José Mellado, otrora presidente de la Diputación. Las encuestas favorecían a Merino, pero flotaba en el aire la certeza de que si no conseguía la mayoría absoluta habría, esta vez sí, un pacto de los partidos de izquierdas. A la postre así fue y, aunque el PP logró sus mejores resultados históricos, IU y PSOE alcanzaron un pacto que llevó a Aguilar a la Alcaldía. Comenzaba, tras la investidura del 3 de julio, la década Rosa.

El primer mandato resultó bicéfalo: Rosa Aguilar reinaba en Capitulares y José Mellado en la Gerencia de Urbanismo, en la avenida de Medina Azahara. De fondo, se escuchaba el sonsonete del Partido Popular, que desde el primer momento denominó aquel mandato como el pacto de sillones, una frase que Rafael Merino repetía como un mantra. Aún con todo, Aguilar y Mellado se pusieron en marcha y comenzaron a andar el camino de algunos proyectos que provocarían años de debates y noticias como el Palacio del Sur o la terminación del tan traído y llevado Plan General de Ordenación Urbana, el legendario e interminable PGOU. Y en el Pleno los rifirrafes eran continuos a razón del aeropuerto: ya que el cogobierno apostaba por ampliarlo mientras que el PP consideraba que lo mejor era construir uno nuevo en otra zona de la ciudad.

Fueron tiempos de maquetas, del concurso de ideas para el Palacio del Sur que hizo conocer a los cordobeses arquitectos-estrella de los que nos había escuchado hablar jamás. Koolhaas, Toyo Ito, Zaha Hadid. ¿Los recuerdan? Córdoba soñaba entonces con otra Córdoba más moderna, más culta, más todo y, aunque en el mundo se cernían nubarrones negros tras los atentados del 11-S, se vivían momentos de ilusión, se disfrutaba al fin de La Corredera rehabilitada y empezaba a hablarse de un proyecto de los que hacen palpitar el corazón: la candidatura a la Capitalidad Cultural de 2016, una propuesta nacida en el seno de los empresarios que Rosa Aguilar pronto abanderó como propia. La alcaldesa difundía además por aquellos días felices su perfil más popular y asistía a los toros en barrera o callejón acompañada de Marcelino Ferrero o de la entonces concejal socialista Angelina Costa, presidía el palco de la Carrera Oficial de Semana Santa y se dejaba fotografiar a menudo clavando la cuchara en algún suculento perol vecinal. Córdoba parecía, en fin, feliz con su alcaldesa, y eso que en la trastienda del equipo de gobierno cada vez eran más evidentes los roces entre IU y PSOE.

Así se llegó al año 2003 y al comienzo del nudo de la trama. Tocaban elecciones municipales y se convocaron para el mes de mayo, en plena Feria, la séptimas de la democracia. Los protagonistas, los mismos -Aguilar, Mellado y Merino-, pero con unos resultados muy distintos. Rosa patrimonializó las ilusiones de los años previos y arrasó: un 42,74% del escrutinio y 13 ediles; o sea, sin mayoría absoluta pero con suficiencia para gobernar en solitario y sin incómodas ataduras. Además, se cargaba de un plumazo a sus dos rivales, que emprendían al poco tiempo su melancólica emigración de la política municipal. Rosa celebró su victoria en la Feria, bailando sevillanas y alejada de esa vida espartana y sin excesos festivos que siempre ha llevado. Sonreía, en fin. Y eran, quizá, los días más felices -hasta la fecha- de su vida política.

Todo parecía predestinado pues para que aquel fuese el gran mandato de Rosa, la hora en la que los gusanos se convertirían en bellas mariposas -o sea, que las maquetas se harían realidades-. Pero no fue así. Para nada. La Junta, una vez que el PSOE salió del cogobierno, redujo el grifo financiero y comenzó a plantear dudas y frenos sobre algunos proyectos que estaban sobre la mesa como el recinto ferial o la reforma de la joroba de la Asland. La alcaldesa optó en ese contexto por no hacerle una guerra frontal, como en casos similares le hacían a Chaves o a Magdalena Álvarez los alcaldes populares de Málaga o Granada, y fue entonces cuando sus detractores comenzaron a especular cada vez más con algo que con el tiempo no haría nada más que subir de tono: Rosa Aguilar planeaba pasarse al PSOE y por eso no quería molestar.

A eso se le sumaron además los errores cometidos por el propio equipo de gobierno, que sobredimensionó el proyecto del Palacio del Sur hasta límites de obra faraónica y comenzó a renunciar a algunos compromisos electorales que siempre habían resultado de dudosa ejecución como El Silo. Si a ello se le agregaban otros fiascos como la Torre Prasa, un proyecto del arquitecto Carlos Ferrater al que el grupo empresarial cordobés tuvo que renunciar por los impedimentos que planteaba el PGOU, ya estaban todos los condimentos para llegar a una conclusión: Rosa Aguilar tenía facilidad para vender la ciudad en el exterior y para dialogar con cofradías y colectivos vecinales, con empresarios y peñas, con médicos o abogados, pero era incapaz de llevar adelante las grandes obras públicas que necesitaba urgentemente la ciudad. Ese era su déficit, al que se le unió cierto desencanto con la candidatura de la Capitalidad, de la que la gente percibía pocas realidades, y una fuerte tormenta urbanística propiciada por la naves construidas de forma irregular por Rafael Gómez en la antigua Colecor. Aquello dio lugar a una comisión política que acabó en nada y en la que la regidora, azotada de forma constante por el por entonces portavoz del PSOE Antonio Hurtado y por el nuevo líder del PP, José Antonio Nieto, decidió no comparecer.

Tocada, aunque no hundida, se presentó Rosa Aguilar al tercer acto, los comicios municipales de 2007, a los que llegó con el aval de obras de tipo medio como la Ciudad de los Niños o la ansiada reforma del Zoo. En principio, las elecciones estaban abiertas y todo eran incógnitas, pues tanto PP como PSOE presentaban candidatos novedosos: José Antonio Nieto y Rafael Blanco. De hecho, las encuestas daban un empate técnico entre IU y los populares. Pero, como tantas otras veces, se equivocaron y demostraron que el desgaste era mucho mayor de lo que se pensaba. Nieto salió propulsado hasta los 14 concejales, a sólo uno de la mayoría absoluta, y Rosa Aguilar mantuvo la Alcaldía a costa de negociar con el PSOE -que se mantenía en sus cuatro pírricos concejales- pese a que muchos entendían que era ya el fin de un ciclo.

El desenlace, aunque entonces nadie lo sabía, estaba cerca, pero de lo que se habló al principio de este último mandato, el mismo que hoy vivimos, es que quizá Rosa Aguilar pudiese sacar adelante los proyectos pendientes con la ayuda de la Junta y el Gobierno socialistas, algo en lo que hubo ciertas esperanzas cuando se logró al fin, en junio de 2007, un acuerdo con AENA para la ampliación del aeropuerto. No obstante, la principal piedra de toque era ya a esas alturas el Palacio del Sur, que se ha convertido a la postre en el gran símbolo de los sueños que la alcaldesa no fue capaz de cumplir. Los gusanos que nunca fueron mariposas. De hecho, al poco de comenzar el mandato hubo que reconducir el diseño del Palacio de Congresos a dimensiones más modestas pues el anterior proyecto resultaba a todas luces inviable para la empresa adjudicataria, Ferrovial. O sea, que el margen ganado con el aeropuerto se diluía en apenas unos meses.

Las adversidades, en fin, se sucedían y, aunque Rosa Aguilar afirmaba que su compromiso era con Córdoba y con los cordobeses, había síntomas evidentes de que se sentía cada vez más incómoda y más lejos. Dejó así de ser frecuente verla en saraos y se redujo su presencia en la escena pública, adoptando una actitud huidiza mientras en el horizonte comenzaba a dibujarse una crisis económica de dimensiones descomunales. De fondo, se escuchaban los truenos, en forma de escándalo, del caso Torreblanca, por el que se investigaba a varios Policías Locales por falsedad documental en un asunto relacionado con las parcelas, y, más recientemente, los provocados por el error a la hora de cobrar los más de 24 millones de multa que se le impusieron al empresario Rafael Gómez por las naves de la Colecor. El Ayuntamiento vivía momentos de crisis una semana tras otra y en el seno de IU cada vez eran más las voces que decían que Aguilar preparaba su salto al PSOE. Los rumores sobre cargos a ocupar eran incesantes: que si ministra de Defensa, que si embajadora en Damasco, que si secretaria de Estado para la Cooperación, que si Defensora del Pueblo. Pero no fue nada de eso.

El desenlace ha ocurrido esta semana y es de todos conocido: el nuevo presidente de la Junta, José Antonio Griñán, le proponía a Aguilar la Consejería de Obras Públicas y Transportes y ésta, tras una horas de reflexión, aceptaba y provocaba un seísmo de alta escala tanto en el Consistorio cordobés como en la que hasta ahora había sido su formación política de toda la vida. Era el fin de una época que se evidenció el jueves cuando dimitió como alcaldesa y quiso escenificar el paso del bastón de mando con un cariñoso melindre a Andrés Ocaña, el compañero de todos estos años, uno de los tres únicos concejales -los otros son Francisco Tejada y Marcelino Ferrero- que siempre han estado, desde aquel lejano 1999, en sus equipos de gobierno. Rosa ponía así el fin a un largo serial con sus luces y sombras. A esta década rosa que ya es historia de esta ciudad nuestra.

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