Al borde del bien y el mal

Justicia juvenil

La reinserción social de los jóvenes se cumple en un 80% en los 16 centros de menores que existen en Andalucía

Una comisión socioeducativa evalúa el avance de los internos

La Comisión Socioeducativa, en una reunión con jóvenes del centro. / Juan Ayala

A un salón del Centro de Menores Infractores (CIMI) Medina Azahara de Córdoba entra un joven de 18 años, sudadera gris y un aspecto un poco duro, como de haber pasado por mucho en la calle, a pesar de su corta edad. Lleva tatuadas las manos y la cara con corazones y flores. Le explican que hay periodistas en la sala, saluda e inmediatamente comienza a contar su historia. “Cuando llegué aquí era nervioso, impulsivo, solo podía pensar en fumar”, insiste. Llegó al Centro de Menores Infractores Medina Azahara por asuntos de drogas y asegura que si hoy estuviese en la calle estaría mucho peor, “ya no sería marihuana, sino a lo mejor cocaína u otra cosa”, expresa consciente de sus debilidades.

Parece tener una coraza, pero según los trabajadores del centro, tiene buenos sentimientos. Cuando llegó al mismo tuvo problemas para adaptarse, como es normal para un adolescente rebelde que es obligado a renunciar a su libertad, aunque sea por poco tiempo o a cambio de una vida mejor. Ellos no lo entienden y él tampoco comprendía por qué debía estar ahí; así que pedía constantemente poder comunicarse con sus colegas de la calle, los mismos con los que pasaba los días “armando porros”.

Su tendencia es a caminar justo sobre el límite entre lo que está bien y lo que no, esto le ha costado la suspensión de algunas medidas; no obstante, desde el centro aseguran que “en la calle se ha controlado, aunque hay cosas que aún le cuestan”. Pasó por un proceso de alfabetización, con el que mejoró su lectura y escritura. Ahora lo que quiere es trabajar y dedicarse al fútbol. En el centro se ha dado cuenta de que “los que me quieren de verdad son mi familia, los colegas se alejaron de mi al entrar aquí y amigos hay pocos”.

Esto va así. Sale un joven y entra otro a la Comisión Socieducativa que instalan en el centro con presencia del subdirector, Juan Pablo Cordón, y personal del centro, como educadores, psicóloga, orientadora, trabajadora social y maestros. Es una sala muy luminosa con una mesa grande en el centro, donde los técnicos van evaluando a cada chico. La sala está en el patio principal, tras las paredes de los salones de clases y la administración decorada con cientos de fotos de momentos de estas últimas dos décadas de trabajo en el centro.

El director del CIMI Medina Azahara, Manuel Garramiola, explica que este complejo, que pertenece al Sistema de Justicia Juvenil (menores que han cometido delitos), se divide en tres regímenes. Por un lado se encuentran los jóvenes, entre los 14 y 18 años, que son obligados a permanecer privados de su libertad en un régimen cerrado, cumpliendo con la totalidad de sus actividades y su vida dentro del centro hasta que su buen comportamiento puede hacerlos entrar a un régimen semi abierto. Una vez allí, les permiten salir al exterior a visitar a sus familiares o realizar algunas actividades bajo control del centro.

La “joya de la corona” del CIMI es el régimen abierto, donde salen con más frecuencia. Además, dentro del centro existe un edificio que denominan “hogar de autonomía”, una especie de piso estudiantil donde caben 11 jóvenes, aquellos que mejor se portan. Lograr entrar ahí es como un premio para ellos.

Patio central del Centro de Menores Infractores Medina Azahara. / Juan Ayala

“Las cosas más importantes de la vida no son cosas”, se puede leer en una pared de este espacio que comenzó a funcionar hace unos ocho años entre duras críticas pues muchos trabajadores del equipo consideraron que era “una locura” tener un espacio abierto y poco vigilado en el que los menores internos son responsables de todas sus acciones, desde limpiar el lugar y cocinar, hasta decidir su hora de dormir y despertarse de acuerdo a los deberes que tengan. Un espacio que los prepara para la vida en el exterior, pero que sonaba a demasiada libertad para algunos trabajadores que debían convivir con ellos de cerca.

En el hogar de autonomía acaba de entrar un joven de 18 años que llegó procedente de Málaga el pasado verano. Es el único que entra a la sala confiado y saluda con más cercanía. “Ésto era como un martirio, cuando llegué pensé que me iba a destrozar la vida, que era tiempo perdido, pero ahora ésto es lo mejor que me ha pasado”, comenta.

En un principio no quería estudiar, pero ahora está matriculado en Bachillerato. Parece mucho más maduro que sus compañeros, la relación con sus familiares ha mejorado porque entiende que puede ser ayudado. Le gusta la hostelería y está preocupado por presentarse al examen teórico de conducir y por ponerse la vacuna de la gripe y que el invierno no le afecte demasiado. En teoría debería estar libre el próximo mes de abril y sus tutores no dudan de que así sea.

En el centro, que tiene capacidad para 72 jóvenes, conviven, en diferentes turnos, 60 educadores, tres profesores, tres monitores y un equipo técnico de tres psicólogos, tres trabajadores sociales, un jurista, nueve coordinadores, además de médicos, limpiadores, cocineros y 38 vigilantes de seguridad para un total de 150 personas.

“Aquí vienen porque un juez lo ha establecido así; nosotros no somos centro de detención de la Policía, aquí ingresan por una medida cautelar o por una sentencia firme de la Fiscalía”, explica Garramiola ante las confusiones que saltan al respecto de este centro de menores.

El sistema de trabajo es a través de la Comisión Socioeducativa, que vertebra todo el internamiento del joven desde que llega y pasa al hogar de observación para que se tranquilice. “El menor llega nervioso, bajo efectos del consumo de drogas, con una dinámica de calle que hay que organizar”, continúa Garramiola. Allí le explican las medidas, el régimen que debe cumplir y cómo funciona el centro, un proceso que puede durar hasta tres días, cuenta el director del CIMI Medina Azahara.

La idea de la directiva de este centro es trabajar de forma individualizada. Para ello hacen un filtrado, ya que “entendemos que no podemos analizar el problema solo desde su perspectiva sino desde el conjunto que lo rodea”. Así, realizan un proceso de investigación que va desde conocer las razones que lo llevaron a donde está, la relación con sus familiares, sus amigos, compañeros de clases y demás relaciones.

El perfil de estos jóvenes cambia con el paso del tiempo. Pero estos adolescentes no necesariamente han cometido “delitos graves” para estar internos.

Los internos realizan diferentes trabajos dentro del centro como parte de su reinserción social y laboral. / Juan Ayala

El repunte de la violencia filio-parental preocupa a los expertos. Muchos de los internos han tenido problemas en sus hogares y han llegado a ser violentos con sus padres, quienes finalmente deciden denunciar ante las autoridades; una denuncia dolorosa para ambas partes y entendible para el menor como “una traición de los que más lo quieren”.

Tal es el caso de un joven de 19 años que entra tímidamente a la sala de la comisión. Sus problemas familiares y su temperamento explosivo lo llevaron a internarse hace ya un año. “¿Tú crees que he cambiado?”, le pregunta al subdirector del centro, Juan Pablo Cordón, quien le replica: “¿Y tú, crees que has cambiado”. “Ahora aprecio más a mi familia”, comenta el chico, “cuando pierdes algo luego lo valoras más, aunque parece que me he vuelto más radical en otros asuntos”, insiste sin titubear.

Este joven parece tenerlo muy claro. Cursa el segundo curso de Bachillerato y quiere convertirse en médico, aunque según sus tutores, trabajadores sociales y psicólogos, todos junto a él en la sala, aún le falta trabajar su desconfianza.

Aún así, el 20 de diciembre salió del centro con toda su familia. Su régimen de internamiento terminó y está listo para continuar sus estudios en un instituto de Granada y presentar su examen para obtener el carnet de conducir. “Estoy nervioso pero me va a ir bien”, sentencia antes de retirarse del lugar, esperando que sea para no volver.

Dos décadas de gestión y 2.000 reinserciones

El Centro de Internamiento de Menores Infractores Medina Azahara, que gestiona la Fundación Diagrama, cumplió el pasado 26 de noviembre su 20 aniversario, un periodo en el que ha atendido a más de 2.000 menores. Según los datos de la Junta, la reinserción de estos menores ronda el 80% en Andalucía, un logro que atribuyen a la colaboración público-privada. El director del centro destaca que el año pasado lograron 55 contratos laborales y en torno a 20 menores terminaron la Secundaria y hasta iniciaron carreras universitarias. Diagrama gestiona ocho de los centros en Andalucía, un total de 280 plazas y varios recursos en medios abiertos. El próximo objetivo de la Junta es facilitar que todos los menores cumplan las medidas impuestas en las provincias en las que residen.

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