El arabista local que asombró a los expertos mundiales

Manuel Ocaña Jiménez nació en San Pedro, creció entre el taller de costura de su madre, la Escuela de Arte y las ruinas de Medina Azahara y dejó un legado científico sin parangón del pasado andalusí

Manuel Ocaña.

30 de marzo 2008 - 01:00

MANUEL Ocaña y María de los Ángeles Jiménez, originarios de La Campiña, vivían en el número 3 de la calle Regina, en una casa-taller de camisería y lencería, en donde ella alternaba la costura con las tareas domésticas y la atención al público. En esta última función se ocupaba, el 21 de febrero de 1914, cuando se anunció la llegada de su hijo Manuel.

Como los tres hijos anteriores, presentaba claros síntomas de asfixia y, de no haber sido por aquel cliente, médico a su vez, quizá hubiese corrido la misma suerte que sus hermanos, muertos al nacer.

Quién llegaría a ser el arabista local más destacado desde el hundimiento del Califato, fue bautizado en la parroquia de su barrio (San Pedro) como Manuel Pedro Pablo de los Santos Mártires de Córdoba. Creció en el ambiente del taller de la madre, quedando en el recuerdo de la familia anécdotas sorprendentes. Cuenta ésta que, tras la primera visión de la procesión de Los Dolores, le preguntaron en casa cómo era y lo expresó con un dibujo que, además de reflejarla al detalle, mostraba una maestría impropia de sus tres años. Quedaba un periplo de mudanzas a una casa Arroyo de San Rafael, a las habitaciones de un viejo cuartel en La Fuensanta -cuando el Padre pierde su empleo en el Fénix Agrícola- o a Los Patios de San Francisco, al emplearse en la Granja Pecuaria. Corría el año 1931. Manuel Ocaña había cumplido los 18 y llevaba cuatro dedicado a lo que sería una de sus grandes pasiones: la arqueología. A los 12 gana el primer premio de dibujo Mateo Inurria de la Escuela de Arte y Oficios de Córdoba, donde acababa de ingresar y -apunta Antonio Vallejo en su Trayectoria Científica- "despunta en las asignaturas de Dibujo e Historia del Arte". Un año más tarde, comienza a trabajar como delineante en el gabinete de Don Félix Hernández, miembro de la comisión de los trabajos en Medina Azahara y en la Mezquita. En la primera, con sólo 16 años asumiría la responsabilidad del yacimiento durante las ausencias de Hernández.

Años antes -dice su hijo Manuel- Fernando de los Ríos, ministro de Estado de Azaña, visitó el yacimiento interesándose por una clasificación de piezas de cerámicas. Al saber que era labor de un chiquillo de 14 años, volvió en su día de trabajo (domingo) para conocerle, entregarle una tarjeta para su padre y ofrecerle una beca. Pero sería el insigne arabista Emilio García Gómez quién acabaría procurándosela -tras conocerle en una visita a la Mezquita- en escuela de Estudios Árabes de Granada, después que la Diputación cordobesa echara en olvido la palabra dada para becarle estudios en Oriente Medio. Y dice también el trabajo de Vallejo que había rescatado las primeras piezas de cerámica "verde y manganeso" de la ciudad palatina de la Exposición de Barcelona de 1929. Con "la ayuda de una vieja gramática" de Félix Hernández, "Ocaña comienza su aprendizaje y su formación autodidacta entre los epígrafes de piedras, mármoles y cerámicas". Recopiló las firmas de los canteros de la Mezquita, publicó las inscripciones mudéjares de la Capilla de San Bartolomé o sobre la epigrafía de Medina Azahara, entre otros, siendo el primero en contemplar el minarete árabe que escondía la torre de la Catedral. Y todo, mientras continuaba sus estudios en la Escuela Elemental de Trabajo y obtenía un título que acabaría procurándole la estabilidad laboral en Cenemesa, aunque sin abandonar su ingente labor investigadora, antes y después de su estancia en Granada y Madrid (también becado en la Escuela de Estudios Árabes) -ciudades donde fue fraguando un inabarcable currículum de publicaciones, colaboraciones en prensa, revistas especializadas, diccionarios o enciclopedias que crecían a la par que su prestigio, dentro y fuera de nuestras fronteras, y sus reconocimientos, premios y nombramientos académicos.

Por citar algunos de estos, señala Vallejo las palabras de García Gómez, referidas en sus Tablas de Conversión: "No es posible parangonarlas con ninguna des otras, por ser las primeras que han visto la luz en ningún país" y de su Repertorio de Inscripciones Árabes de Almería dice que es "de las mejores y más detalladas obras que se hayan hecho en este país" en materia de epigráfica. Pero su "valentía y su compromiso" le hicieron "no omitir ningún dato acerca del trasiego de las piezas, señalando tanto a personas, personajes e instituciones implicadas", razón por la cual no lograra ni la diligencia en su publicación ni los honores oficiales del autor.

Ocaña había regresado a su ciudad en 1956, donde nunca dejó de enlazar el horario laboral de Cenemesa con la pasión total por la arqueología. En ella murió, un 18 de enero de 1991. La prensa local y nacional se hizo eco de la pérdida. Tres años después, el Ayuntamiento de esta ciudad, a la que tanto engrandeció, puso su nombre a una calle en los Olivos Borrachos. Pero, de momento, sigue sin un monumento.

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