Despedida

Aquel 28 de febrero de 2014

Fernando Rivas, Antonio Gala (con el libro), Francisco Javier Cantador y Chencho Martínez.

Fernando Rivas, Antonio Gala (con el libro), Francisco Javier Cantador y Chencho Martínez. / El Día

Jamás olvidaré aquel día, no recuerdo cual de finales de 2013 o principios de 2014, en el que en el barrio de San Lorenzo, antes o después de entrevistar a un propietario de un patio para el libro que estábamos preparando nos planteamos el fotógrafo José Martínez (Chencho Martínez) y yo a quién le íbamos a pedir que nos prologara El Alma de los Patios de Córdoba, que así se llama la obra que diseñó gráficamente Fernando Rivas. "Se lo podríamos pedir a Pablo García Baena, ya que nació en un patio, el de Parras, 6", le sugerí a Chencho. "¿Y por qué no se lo pedimos a Antonio Gala? ya que muchos de los propietarios citan en nuestro libro los consejos que les daba como enamorado de los patios cuando visitaba sus recintos; no perdemos nada con hacerlo", me contestó él. Yo le respondía que había pensado en Antonio Gala, pero que estaba convencido de que era imposible que un literato tan grande como él, o como García Baena, le prologaran un libro a alguien como yo, un periodista que se disponía a publicar su ópera prima.

Sin creer que pudiera ser posible, me puse en contacto con Antonio Gala vía correo electrónico. Él me pidió que le mandara unos cuantos capítulos del libro para leerlos y decidir si quería o no colaborar en el proyecto. El 28 de febrero de 2014 recibí su respuesta a través de su secretario también vía email: "Me comenta el señor Gala que la semana que viene tendrá el texto para el libro. Me encarga que, dado la fecha en la que estamos, le felicite por el Día de Andalucía". Al leerlo, literalmente di saltos de alegría. No podía creer que alguien tan grande bendijera con lo que llamó Palabras previas esa mi ópera prima. No quiso que le llamara prólogo, sino palabras previas, ya que su texto es algo así como un ensayo poemizado, un texto que se ha convertido en uno de los últimos que el inmortal autor ha publicado.

El texto firmado por Antonio Gala para El Alma de los Patios de Córdoba reza así:

Palabras previas

Si alguien me preguntara lo que más añoro de Córdoba, cuando estoy fuera de ella, diría que sus patios. Siempre se echa de menos lo entrañable: los patios cordobeses tan vividos. Que son puros y pacientes frutos de la vida. Y a ella es a quien reflejan y a la que se dedican. El poyo circular, abarrotado de macetas. El pozo descentrado. Las flores cantando más que pájaros en la jaula del tiesto, colgada en la pared o en la baranda. Las mujeres regando a las inaccesibles con su caña y su lata. Las mujeres sentadas en su silla de anea, cosiendo, abanicándose, haciendo la limpieza, enjalbegando, colocándose bien la moña de jazmines. Y los niños, siempre vociferantes. Recuerdo todo eso y me digo: “Allí se está viviendo. A trancas y barrancas, pero se está viviendo”. Y siento no encontrarme yo también en un patio.

Casi con cinco años, yo los conocí de la mano de mi ama. Me llevaba a ver a sus amigas. Vivían en casas cuyo corazón, inmenso, eran los patios. En aquel tiempo eran el origen de todo, anterior a cualquier ayuntamiento, a cualquier concurso, a cualquier admiración. Anteriores o no a Medina Azahara, que cuando se apagó les regaló (?) capiteles con los que enriquecer las basas de los fustes modestos de sus columnas. Todas vivían en casas cuyos patios sólo techaban los cielos cordobeses. Y los niños, casi desnudos, me miraban. Yo miraba sus patios con envidia.

En ellos estuve con Troylo, mi perrillo, que se quedaba desconcertado en medio, junto al pozo, y me miraba pidiendo explicaciones. O quizá no las necesitaba por estar él más cerca de la naturalidad de los patios que yo: yo no tenía ya cinco años.

He escrito en alguna ocasión que, si tuviera que reducir a cuatro las características de lo cordobés, elegiría: sabiduría, austeridad, parsimonia y desdén. Una sabiduría que es el costoso coronamiento de un silencio, de una sencillez de percepción y de una transparencia vehicular. Una austeridad que renuncia a lo pintoresco, a lo accesorio, a lo excesivo y gesticulante y vocinglero. Una parsimonia que consiste en la ausencia de prisa y en la ausencia de apremios, o sea, una parsimonia frente a los demás y también frente a uno mismo: la obra del patio crece, cada una, igual que crece un árbol e igual que crece un trino: con naturalidad, sin crispaciones. Un desdén apoyado en el menosprecio por lo ruidoso y por lo artificioso, por la frágil novedad y por los oropeles, por el alarde y la recompensa: la sinceridad no se improvisa en el arte. Ni el reconocimiento para otra cosa que enriquecer al que lo reconoce.

Ignoro qué sea el arte. En cuanto trasunto de una forma de ser, de una actitud vital, no es opinable. Corresponde al acervo común. El pueblo la ha aceptado. Se ha visto en ella. La sigilosa ósmosis que trasvasa un espíritu racial al quehacer de un individuo se ha consumado aquí. Los dengues, los refinamientos, los melindres han de ser excluidos. Hay circunstancias en que el pueblo redime al tópico, y lo consagra como su última y más cierta verdad.

No a todo el mundo le interesan, sin embargo, los patios. Los de ayer no querían competir ni llamar la atención; los de hoy, sí: quizá eso les haya hecho perder intimidad, sencillez, inadvertencia, naturalidad, que es lo más cordobés. O quizá es que hay gente a la que el patio común, la zona del pozo y el arranque de la escalera le resulte una mudez inexpresiva. Recuerdo haber llevado a Cayetana Alba a un patio de San Basilio, premiado en un concurso de hace años. Los vecinos –las vecinas sobre todo-manifestaban un radiante contento. Cayetana lo único que vio fue una perrilla canela, cuyo collar –una cinta de cuero- pensó que le apretaba. Se agachó junto a ella como primer y único gesto: no le interesaba el patio, ni las macetas novísimas de color añil, ni la sorpresa de nuestra visita. Amplió en dos orificios el collar de la perrilla; se cercioró mirándome de que estaba ya satisfecha; se levantó y me dijo: “Vámonos”. Yo tuve que exagerar mis alabanzas para ocultar la ausencia de las suyas.

Que sean perdonados la envidia de los mediocres y el desagradecimiento soberbio de los grandes. Cuenta Averroes que decían con frecuencia de Córdoba que ya no era sino un despojo de sí misma. Que no era ni la sombra de lo que fue: con Abderramán III la más hermosa ciudad del mundo y la más habitada; la monja Rosvita, alemana, dijo que sólo el cielo podría ser más bello. “¿Es difícil creerlo -se preguntaba el sabio- cuando hoy, siendo la provincia de una provincia, no existe ninguna ciudad que la aventaje? Dicen que si en Sevilla se pidiese leche de pájaro, se encontraría; en Córdoba, ¿a quién iba a ocurrírsele pedir leche de pájaro? Cuando muere un sabio en Sevilla traen a vender su biblioteca a Córdoba; si en Córdoba muere un cantor o un músico, se llevan sus instrumentos a vender a Sevilla…”

Andalucía, agobiada bajo el peso de su propia grandeza, ha padecido siglos de doliente ceguera. Si inventó el cante jondo fue para poder quejarse. Y ante esa queja y lo que manifiesta, durante mucho tiempo, se apartó la mirada con un gesto de desdén. Ante la trivial simplificación de la pandereta y de la quincalla meridional, se tranquilizaron las conciencias, y muy valiosas mentes se cerraron. El desamor recorrió, como un injusto escalofrío, la Piel de Toro. Los ayes, la guitarra y la copla se consideraron como enemigos nacionales. El pueblo, no obstante, continuó cantando. Quejándose y cantando a la vez, ajeno y milagroso. Como continúa hoy enorgullecido por la serena luz morena de sus patios, que son la coronación de la humildad.

Antonio Gala

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