Elisabeth Leonskaja | Crítica

Delicado broche de oro para un festival

La pianista Elisabeth Leonskaja, en su concierto en el Gran Teatro.

La pianista Elisabeth Leonskaja, en su concierto en el Gran Teatro. / Juan Ayala

No deja de ser sorprendente que un instrumento de tan sofisticado mecanismo, como es el piano, pueda mostrar tan a las claras la personalidad artística de quien lo toca. Basta escuchar unos segundos (el pasaje con las dos manos al unísono con que arrancó este memorable recital) para que el ánimo se abra al disfrute, percatándose de la calidad de lo que se avecina. E incluso adivinando las cualidades que va a desplegar la artista que tiene delante. Elisabeth Leonskaja (1945) pone sobre el piano una musicalidad profunda, delicada, sin aspavientos y en la que todo tiene un sentido cautivador.

El programa de este concierto de clausura del XX Festival Rafael Orozco consistía en las últimas sonatas para piano de tres genios: Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), Ludwig van Beethoven (1770-1827) y Franz Schubert (1797-1828).

Mozart sonó grandioso: todo articulación, todo lógica… Y ese tercer movimiento absolutamente genial en el que el compositor parece burlarse de lo que él mismo escribió en la partitura: “sonata fácil”.

La Sonata para piano núm. 32 de Beethoven ha ejercido una constante fascinación, que ha dejado huella en mucha literatura: Virginia Wolf, Thomas Mann, José Ángel Valente… Extrañamente compuesta en solo dos movimientos, Maestoso y Arietta, se ha especulado con que los problemas económicos del compositor pudieran haber condicionado ese supuesto carácter “inacabado” de la obra.

En cualquier caso, nos hemos acostumbrado a llenar de sentido esa estructura: “Una despedida al oyente, un adiós eterno, de tan gran blandura para el corazón que arranca lágrimas a los ojos” (Thomas Mann). Leonskaja tocó con tanta pasión como fortuna cada nota de esta obra. Solo lamentar que la intensidad enorme de cada momento fuera mermada un poco por los constantes ruidos de una parte del público que parecía descuidar el mínimo autocontrol que exige el ritual de un concierto.

Tras el descanso, otra obra sobrecogedora: la más larga de la velada. Data del último año de la corta vida de Schubert, quien murió un 19 de noviembre de 1828, cuando le faltaban pocos meses para cumplir 32 años. Ya en agosto, como estaba muy enfermo, el médico le recomendó que se trasladara a la casa de su hermano en las afueras para respirar un aire más puro.

Sobrecoge pensar que un hombre con una "avanzada desintegración de los glóbulos sanguíneos", como diagnosticó un especialista, culminara en esos meses terribles algunas de sus obras más grandes. Elisabeth Leonskaja se dispuso a contarnos, y a que nos contáramos a nosotros mismos, una de las infinitas historias que encierra esa novela sin palabras que es siempre una sonata. Y esta en grado sumo. El núcleo del que germina todo es el movimiento inicial. El tema principal, contemplativo, melancólico y sereno, parece volverse amenazante con el famoso trino grave que lo cierra. Ese trino volverá, magistral efecto dramático, en la apasionante sección de desarrollo y, cada vez más intenso en las manos de Leonskaja, entre las interrogaciones expresivas que constituyen la coda.

El segundo movimiento, Andante sostenuto, es decididamente doliente, pero también con atisbos de una luz esperanzadora en su parte central. Magistral. La pianista volvió a dejarnos boquiabiertos en el Scherzo, refinado y lleno de magia. Por último, el Allegro ma non troppo final, lleno de imaginación, brillantez y de las encantadoras ambigüedades schubertianas que parecen mezclar el llanto con la risa. Y también con una o infinitas historias dentro.

El Debussy de la primera de las dos generosas propinas que nos ofreció la pianista georgiana prolongaba cronológicamente el recorrido de lo mejor del piano y, a la vez, nos daba más muestras de la versatilidad tremenda del tesoro de su musicalidad. Ese oro formó el broche perfecto para un festival que ha alcanzado seguramente su cima en esta brillante edición.

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