Balance de la temporada en el Coso de los Califas

Córdoba y su feria taurina de las miserias

Morante de la Puebla y Roca Rey pisan el albero de Los Califas momentos antes del aplazamiento.

Morante de la Puebla y Roca Rey pisan el albero de Los Califas momentos antes del aplazamiento. / Miguel Ángel Salas

Cuando las mulillas arrastraron al toro de nombre Asturiano, sobrero jugado en sexto lugar en la corrida que puso cierre a la Feria de Córdoba, se ponía punto y final a la misma, y casi seguro a la temporada en el Coso de los Califas. Una plaza de toros que, a pesar de su categoría administrativa, permanece en una profunda sima, de la que parece no puede -o no quiere- salir. Son ya muchos años de medias tintas, de intrascendencia en el panorama taurino nacional, de mediocridad y, sobre todo, de conformismo. Una plaza que a día de hoy ve reducido su abono a tres festejos; alguna plaza de la provincia programa los mismos, cuando no ha mucho era plaza de temporada, teniendo algún peso en el llamado planeta de los toros.

Hoy todo se ha desvanecido poco a poco. No hay criterio alguno. La plaza está perdida. No hay nadie que sea capaz, por el momento, de poner un poco de orden. En lo estrictamente taurino, el criterio del palco es amable, poco exigente, dadivoso y en ocasiones desconocedor de la legislación que reglamenta la fiesta.

Como muestra, conceder trofeos con estocadas bajas y faenas muy insustanciales o, lo que es peor, devolver un toro por manso en el segundo tercio. El toro, principal pilar de la fiesta, siempre se ha dicho que si el toro falla, el espectáculo se desmorona por sí solo, ha fallado en la presente edición. En las dos corridas jugadas, una con el hierro de Domingo Hernández, alguno con el pial de Garcigrande, y la otra con el novísimo hierro de Álvaro Núñez, no debieron no solo saltar a la plaza, es que ni siquiera hubieron de ser embarcados para una plaza como la de Córdoba.

Toros impropios para una feria que quiere ser importante. Animales sin trapío, sin remate y huecos de lo que se debe de pedir a un toro de lidia: presencia, poder y casta. Córdoba debe de buscar su prototipo de toro. No hace falta un toro con la presencia del de Madrid o Bilbao. El toro de Córdoba debe de ser armónico, rematado, en consonancia con la morfología de su encaste y limpio de pitones. Una utopía tal vez, pero, a día de hoy, el toro que salta a los Califas no es el que la ciudad, por historia y tradición, merece.

Otro debe, puesto de notoriedad en la recién acabada feria, es la actitud del público. Ya lo dijo el locuaz Jesulín de Ubrique cuando, muy ufano, afirmó que los verdaderos aficionados caben en un autobús. A día de hoy, en Córdoba, creo que caben en un monovolumen. El aficionado se ha perdido. El relevo generacional busca otro aliciente en la fiesta. Todo les vale. Todo es plausible. Da igual, el caso es divertirse. Desconoce los entresijos no ya solo del espectáculo, sino de la realidad de la lidia y de todo lo que la debe de rodear. Con una presidencia fácil, con un medio toro y con un público relativamente fácil, ¿qué ocurre? Pues que el compromiso de los actuantes, llámese ganadero, espadas, banderilleros, picadores y demás figurantes del espectáculo, lo tienen todo más fácil y más amable.

Es hora de que Córdoba ponga remedio a sus males y miserias. Hay que poner, entre todos, unos puntos en común y poner unas líneas maestras. Si no son los cordobeses, ya sea a través de la Federación de Peñas Taurinas, abonados y aficionados de reconocida solvencia, nadie va a venir de fuera a ponerlas para sacar a Córdoba del profundo pozo donde se encuentra.

Acabó la feria. Una feria gris, a pesar de la apertura por partida doble de la Puerta Califal. Una feria que a simple vista parece corta, pero que programar más festejos tal y como está el patio, es una quimera y una apuesta más que arriesgada. Cierto es que Córdoba precisa más festejos de abono, pero ojo, cuando la afición y espectadores en general estén dispuestos a asistir a la plaza, y no solo los días de relumbrón, clavel y sombrero cordobés.

Un Román amontonado

El abono se inició el sábado 13 de mayo. Una fecha alejada de los días feriados. Ese día hacía su presentación con picadores, y en su tierra natal, la nueva promesa del toreo cordobés. Es cierto que en Manuel Román, a través de las cámaras de Canal Sur y sus novilladas de promoción, se vislumbró una corriente de aire fresco.

Torero de cabeza, ortodoxo y buen corte estético, llamó la atención de una ciudad ávida de tener un nuevo torero a quien seguir. El joven se presentó con picadores, con gran éxito, en Linares y ha tenido un inicio de campaña prometedor. Una inoportuna lesión, así como la ruptura con sus apoderados –algo incomprensible para alguien que empieza-, le pesaron al parecer el día de su presentación. No se vio a un Román fresco. Se vio a un torero amontonado, sin apretar a fondo el acelerador en una fecha tan significativa, y porque no decirlo, cohibido ante tan arriesgada apuesta. ¿Estuvo mal? No. Pero debió de estar mejor para cubrir las expectativas. A pesar de la Puerta Grande y los premios, es la hora de meditar, pensar y madurar sobre lo que falló ese día. Es un niño en una profesión de hombres, y tarde o temprano las cañas se pueden volver lanzas en su contra.

Las corridas de toros tuvieron el mismo denominador común. El toro falló estrepitosamente. En la corrida dominical matinal, aplazada por la fuerte lluvia caída la tarde del sábado, Roca Rey presentó sus credenciales de figura del toreo. El peruano es un líder. Guste o no su tauromaquia, lo cierto y verdad es que tira de taquilla y hace todo lo que sabe sobre el albero. Que sus faenas no tuvieron profundidad, pudiera ser, que los trofeos fueron excesivos, también. Pero lo cortés no quita lo valiente. Roca Rey tiró de la feria y a su vez del carro. Defectos, los hubo, nadie es perfecto, pero el peruano no vino a Córdoba de paseo, vino a triunfar y a justificar la púrpura que arrastra desde hace un par de temporadas.

Otro consentido de la afición, caso de Morante de la Puebla, singular personaje creado por José Antonio Morante Camacho, solo tuvo la ocasión de bosquejar trazos bellos en un lienzo que dejo sin terminar. En su segundo, tiró las tres cartas y la gente se enfadó con el torero de La Puebla. Cosas de genios dicen.

Juan Ortega lo trató pero se quedó a medio camino, tal vez los toros no fueran los apropiado para un torero de su corte, pero ojo, esto es pronto y en la mano. En el toreo, nadie ha hecho historia con detalles y que conste que el toreo de Ortega es de los más profundos de todo el escalafón.

La corrida vespertina tuvo el mismo pecado. La falta de toro. De nuevo toros impresentables, anovillados y de poca presencia. Y lo que es peor, vacios de cualquier característica que abandere la raza de lidia. Ante ellos un Finito de Córdoba, motivado y comprometido, se estrelló con la gatada. Dejó muestras, con capote y muleta, de su tauromaquia, de aquella que enamoró a una ciudad y a una afición. Toreo de aromas de otra época, añejado y asolerado por el tiempo. ¡Qué pena que todo fuera tan efímero!

Alejandro Talavante cortó la única oreja de la tarde, al único toro que se dejo. Un trofeo barato por un par de tandas al natural y poco más. En su segundo, nada de nada.

Pablo Aguado es otro de los toreros esperados por la afición. Torero de corte artista y pinturería sevillana, paso por Córdoba comprometido. Se la jugó en sus dos, a contra estilo, toros. Lo dicho, pocos se dieron cuenta, del esfuerzo. La espada se llevo algún trofeo.

Esto y poco más. Es hora de sentar unas líneas coherentes para volver a ser lo que se fue. Córdoba tiene que desterrar sus miserias. Pero es la afición y el espectador cordobés quienes deben de desterrarlas de una vez para siempre.

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