LA TRIBUNA

Alberto Álvarez De Sotomayor

Educación, la otra crisis

EL sistema educativo español está en crisis. Lo habrá escuchado usted en tertulias radiofónicas, en la tele, en reuniones de padres y madres de alumnos; lo habrá comentado con algún amigo, y seguramente se lo habrá argumentado -hastiado- más de un profesor. Una reciente y rigurosa encuesta nos recuerda ahora que la valoración general que hace la población andaluza no se desvía mucho de esta pauta. Se trata del último Barómetro de Opinión Pública de Andalucía, realizado por el Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA-CSIC), en el que se incluye un bloque de preguntas centradas en esta cuestión.

De él se extrae que, aunque los andaluces no valoren del todo negativamente la situación de la enseñanza en los colegios e institutos de esta comunidad (el 38% la califica como buena, el 32% como regular y el 23% como mala), sí que predomina la opinión de que la educación de los jóvenes andaluces ha empeorado durante la última década. Es ahí, en la comparación con el pasado, donde realmente se capta esa percepción de crisis educativa. Los andaluces apuntan a los padres y a los propios alumnos como principales responsables de esa tendencia negativa, lo que hasta cierto punto puede ser visto como un ejercicio de autocrítica. La responsabilidad política aparece también en un lugar destacado, mientras que los profesores quedan más bien exculpados de este declive. La ausencia de disciplina en los alumnos, su falta de motivación, la escasa preocupación de los padres, la inseguridad en los centros y la falta de autoridad por parte del profesorado son percibidos como los principales problemas de los centros escolares.

Algo que llama la atención de esta pequeña muestra de resultados es su coincidencia -tanto en el diagnóstico, como en la atribución de responsabilidades- con buena parte de las quejas más extendidas entre el profesorado. Coincidencia que también se da, según un estudio del CIS del año 2005, en la percepción que unos y otros tienen sobre lo poco que la sociedad valora a los docentes, lo que constituyen indicios suficientes para pensar que la falta de empatía entre la familia y la escuela de la que a menudo se lamentan maestros y profesores, no debiera verse como un muro tan infranqueable como a priori pudiera parecer.

Otra cuestión que no deja de sorprender es cómo esta percepción de crisis (sobre la que quizás cabría preguntarse ¿cuándo no la ha habido?) choca frontalmente con indicadores y evidencias empíricas que dan cuenta de que la situación de nuestro sistema de enseñanza no es desde luego tan apocalíptica como se pinta, y menos aún cuando es comparada de un modo riguroso con la existente en tiempos pasados. Muestra de ello es el extraordinario aumento del nivel educativo de nuestra juventud con respecto a la generación de sus padres (entre los más altos de la OCDE); el hecho de que, en términos absolutos, la desventaja en el famoso estudio PISA frente a la puntuación de otros países no sea tan dramática como se ha difundido y que, además, ésta venga precisamente explicada por el bajo capital cultural de los padres españoles (uno de los más bajos de toda Europa); o la excelente posición relativa que ocupa el sistema español cuando se habla de equidad, al probarse que en él los hijos de familias de origen social más modesto obtienen en PISA resultados que superan al conjunto de los países de la OCDE.

No estaría de más que estas dos cuestiones no pasasen inadvertidas ahora que parece que la educación, empujada por el desplome de nuestra economía, y alentada por la extendida percepción de esta otra crisis, ha vuelto con fuerza a la agenda política; ahora que todas las posiciones coinciden en situarla como variable fija de la ecuación que ha de definir nuestro nuevo modelo de desarrollo; ahora que, por primera vez, parece que será objeto de un pacto político que la protegería de los vaivenes reformistas de los que ha sido víctima en las últimas décadas. No, no estaría de más que ambas cuestiones se tuvieran presentes. Porque la primera de ellas supone la existencia de una cierta base común entre familias y profesorado sobre la que trabajar conjuntamente en la búsqueda de mejoras. Y porque la segunda nos recuerda la conveniencia de que las ciencias sociales sean igualmente partícipes de tal búsqueda, así como de los diagnósticos previos necesarios. El saber acumulado por la investigación y la experiencia educativa no puede dejar de ser uno de los principales pilares sobre los que se sostengan los avances que se diseñen en esta materia; en eso consiste la sociedad del conocimiento.

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