La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

Parejas televisivas

JAMÁS podría haber imaginado Cupido que su profesión alcanzara tal dimensión, hasta el punto de convertirse en el entretenimiento favorito de millones de telespectadores. Las flechas se han transformado en ondas. Cosas que pasan, quién lo diría. San Valentín, ese santo envuelto entre corazones y cajas de bombones, dejará de tener sentido a este paso, para qué dedicar una fecha concreta al amor si el amor, o lo que sea eso, se ha colado en el prime time de nuestra rutina diaria. De la mañana a la noche. La mismísima Celestina ve peligrar su apodo, su trono, su definición, y es que los locutores de camisas horripilantes y peinados estratosféricos la cuestionan cada día, al otro lado del mando a distancia. Ni a los grandes clásicos se respeta ya. Si uno se asoma a la parrilla televisiva que las diferentes cadenas nos ofrecen cada día puede descubrir, sin necesidad de adentrarse en la jungla, que los programas cuyo fin es el que dos personas, normalmente de sexos opuestos, se emparejen abundan y proliferan como champiñones en un sótano. Y si además de tirar tejos, flirteo, ligoteo o como se llame eso, la palabra seducción me parece muy lejana en estos casos, hay greña, insultos, discusión tampoco es una palabra adecuada, me temo, mejor que mejor. Más gusta, más nos gusta, más audiencia, más tuits, más de todo, contratos, portadas -con o sin ropa-, más salas vips, cinco minutos de popularidad, que no de gloria, salvo que la gloria habite ahora en las entrañas del infierno.

Los programas a los que me refiero, no le voy dedicar espacio -ni tiempo- a recapitularlos, ya sabemos todos de lo que hablamos, aparte de horripilantes en estética, decorados, vestuarios, primarios en ideas, sin apenas guión, muy pobres en todos los sentidos, tengamos en cuenta que se tratan de programas de saldo, muy baratos de producir, si se comparan con cualquier otra producción televisiva, ofrecen, vitorean, encumbran una serie de comportamientos, modelos y situaciones que en ningún caso podemos entender como ni remotamente positivos, sino todo lo contrario. En primer lugar, en esos programas lo que tradicionalmente hemos conocido como educación se convierte o pasa a ser algo, cómo explicarlo, de escaso valor, o mejor, de ningún valor, porque no es que se devalúe, es que, simplemente, no existe. Y si a la mala o nula educación le sumamos que son programas que exhiben, y se vanaglorian de hacerlo, un machismo tan atroz como casposo, pues más motivos para reconciliarse o iniciarse en la lectura, entregarse a la cría de periquitos malayos o simplemente charlar con su pareja, familia o amigos. Cada día estoy más convencido de que la televisión debería contar con un código deontológico, de buenas prácticas, que exigiese un mínimo de calidad, y que el espacio o cadena que lo incumpliese pudiera ser sancionado y, por supuesto, no ser exhibido el producto denunciado. ¿El fin de la televisión? Me temo que esa frontera, la de la calidad y la ética en la televisión, hace tiempo que quedó muy atrás, y que regresar a la senda de lo razonable es una tarea que se me antoja más que complicada.

Pero el aspecto más nocivo, incluso contagioso, hablemos de pandemia, que contemplo en este tipo de artefactos televisivos es el del modelo social, o modelo de personajes, que proyectan. En los méritos de sus grandes protagonistas no encontrará valores destacados, coherencia, disciplina, entrega o sacrificio, elevada formación o exquisita educación, así que no los busque. Destilan simplicidad, frivolidad, facilidad, que todo lo que proponen, todas sus metas, son muy fáciles de conseguir, mediante cirugía o gimnasio, además de ofrecer una involución, por no decir decadencia, de las relaciones personales. El griterío y el insulto son armas a exhibir, el ingenio de famélicas frases en madrugada de discoteca hortera, la oratoria permanente. Y llegar muy rápido, y de cualquier manera, a la portada de una revista, a una exclusiva de mil euros, a lo que sea, la gran meta. Y habrá quien contemple estos programas desde la distancia, como quien paga su entrada de circo para ver al hombre de cinco piernas y a la mujer barbuda. Pero también hay, me temo, quien los contempla desde la admiración. Usted decide, ya que estos programas, como otros, sobreviven gracias a lo que usted y yo, entre otros muchos, decidimos. Como casi todo.

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