La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

Prince, magia y desmesura

EN los últimos días, tras su repentino fallecimiento, se han escrito y dicho muchas cosas sobre Prince. Hemos conocido sus excentricidades, su turbia e inestable relación con la industria discográfica, la nómina de novias y amantes, las causas de su muerte, el ocaso de sus últimos años y también hemos vuelto a recodar la inmensidad de su obra, que realmente es lo único o lo que más nos interesa a todos aquellos que amamos la música. Todo lo demás no es más que el decorado, a ratos extravagante, excesivo e iconoclasta, del talento descomunal y genial de un artista irrepetible, punto neurálgico del atlas musical del último medio siglo. Aunque muchos periodistas y críticos lo han tratado de hacer en la última semana, condensar la obra de Prince en 10 ó 15 canciones me parece una tarea muy complicada, por no decir imposible. Entiendo que los gustos individuales son los que toman las riendas de la elección. Tengamos en cuenta que entre 1999, su quinto álbum, publicado en 1982, y Lovesexy, su décimo disco, de 1988, todo debemos entenderlo como una auténtica e indiscutible obra maestra. En estos siete años asistimos a la eclosión del genio, al desparrame del talento en estado puro, en esencia, así, a bocajarro. Nadie produjo tanto y de tan alta calidad en tan poco espacio de tiempo, nadie. En estos discos encontramos su Capilla Sixtina, su Gernika, su Colmena, su Álbum Blanco, su Cien años de Soledad, su Rayuela, su Padrino, su nave espacial que llega a Saturno, yo qué sé. Tengamos en cuenta que a muchos de los que consideramos genios, en cualquiera de las disciplinas artísticas, los recordamos por una obra cumbre, por un momento concreto de explosión creativa que definió y marcó sus trayectorias. Haga un repaso y comprobará que estoy en lo cierto.

En cierto modo, sin pretenderlo, fue ese "esclavo" que se tatuó en la cara durante la batalla que emprendió contra su discográfica, y acabó estando preso de su propio talento. Porque Prince tuvo la "desgracia" de ofrecer sus obras mayores demasiado pronto, demasiado joven, algo que no le perdonó la crítica, como tampoco se lo perdonamos sus propios seguidores, y lo condenamos al ocaso y casi al olvido sin concederle esa segunda oportunidad, que con toda probabilidad se merecía. Acostumbrados a la excelencia, quisimos encontrar en cada nuevo álbum de Prince otro Purple Rain, otro Parade u otro Sign of the times y no nos conformamos con menos. No le alabamos en vida, lo suficiente, la desmesura de sus años mágicos, la grandeza de su obra, que escribiera una de las páginas más brillantes de la historia de la música. Ni siquiera fuimos capaces de ver en él, que lo fue y de qué manera, a uno de los mejores guitarristas que hayamos visto y escuchado, así como al volcánico multiinstrumentista que rellenaba las pistas del estudio de grabación con pasmosa naturalidad. Pasado el tiempo, me doy cuenta que sus seguidores, especialmente, no quisimos aceptar que el genio era humano, con todo lo que ello implica. Indiscutiblemente, el propio Prince fue también responsable de la lejanía, incluso soledad, de los últimos años, empeñado en preservar su autoría a cualquier precio y no aceptando que los canales de difusión de la música habían cambiado.

Coincido plenamente con mis amigos Manolo y Raúl, también infectados por el virus púrpura, con el fallecimiento de Prince perdemos buena parte de la banda sonora de nuestras vidas. Esas canciones que nos hipnotizaron durante la adolescencia y primera juventud, que es esa época de la vida en la que se asumen y acuñan los ídolos. Prince nunca fue un ídolo masivo en España, las cifras de ventas están ahí para corroborarlo, aún así algunas de sus canciones, especialmente Purple Rain, forman parten de la memoria colectiva. Como los grandes, porque es uno de los más grandes, las canciones de Prince nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Sus más célebres solos de guitarras, eternos e imposibles, nos seguirán erizando la piel, nuestros pies se moverán al mismo ritmo que los suyos y repetiremos esos gritos tan característicos que intercalaba en sus canciones. Con Prince se ha ido buena parte de la magia de la música, ese elemento inconcreto e indefinible que traza la frontera entre el artista y el genio.

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