La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

San Agustín

NO se me pasa por la cabeza competir con Rafalete, ya me guardaría, que de Córdoba, sus personajes y sus cosas, y sobre todo de San Agustín, sabe más que nadie, y lo demuestra cada domingo desde hace ya una pila de años, desde que El Día de Córdoba llegó a nuestra ciudad. Sin competencia, lo dejo claro desde el principio, hoy toca hablar de San Agustín, que no deja de ser mi barrio, el baúl de mis recuerdos, el escenario de casi toda mi vida. Y a lo largo de mi vida yo ya he conocido unos cuantos San Agustín, esplendor, auge y caída hasta esta última resurrección -con forma de plaza reformada- que no habrá de ser la última, tampoco será la primera, seguro que no. San Agustín, como Santa Marina, San Lorenzo, la Corredera, Santiago o San Pedro, puede entenderse como la Córdoba esencial, la raíz de la Córdoba actual, a la que se han añadido barrios de bloques con portero electrónico y zonas ajardinadas comunes, esa Córdoba de los planes de expansión y los planes estratégicos, de las avenidas y de los centroscomerciales. Esa Córdoba que no es de hace tanto y que para algunos es la Córdoba de siempre, y no, casi no ha consumido el primer tirón de la cuerda del reloj del tiempo. Nací en la Reja de Don Gome, donde ahora se ubica el patio de reciente construcción del Palacio de Viana, en la planta baja de la casa de mi abuela. Es decir, no nací en un palacio, nací en lo que ahora es parte de un palacio, que suena parecido y no es lo mismo. Poco después mi familia se instaló en un piso, de los modernos pero sin portero electrónico, de la calle Buen Suceso, cerca de la Bodega Gallo, a nada de San Agustín. Podría contar mil historias de mi infancia en el barrio, y hasta dos mil, pero prefiero conservar en la memoria, de la intimidad, las emociones, los colores, los sabores de aquellos años. Años felices, en cualquier caso.

El primer San Agustín que yo conocí era un lugar de comerciantes, básicamente, al que no solo acudían los vecinos de la zona, de buena parte de Córdoba llegaban por oleadas. Abundaban las pescaderías, carnicerías y, sobre todo, las charcuterías, con las sardinas arenques perfectamente colocadas en las puertas, en aquellas cajas redondas de madera. La calle Dormitorio era nuestra Cruz Conde, repleta de fruterías, de mercerías, de pastelerías, donde íbamos a comprar los cartuchos de "recortes" de dulce, cerca de la Piedra Escrita. Como es lógico, con tal cantidad de comercios, abundaban los bares y las tabernas, algunas de las cuales se conservan en la actualidad. Teníamos nuestro cine, el Olimpia, y hasta nuestra propia piscina, también en la calle Zarco, para "mujeres y niños", rezaba en el cartel de la entrada. Mi primer recuerdo, por tanto, es el de un barrio humilde pero bullicioso, muy animado, especialmente por Carnaval, donde la calle Montero era una arteria principal. Con la llegada de los ochenta, los Mohetes y demás bandas, la droga y la indefinición, conocí otro San Agustín, más apático, más solitario, incluso peligroso si uno se despistaba. Los negocios fueron desapareciendo conforme los Prycas y demás centroscomerciales desplegaban sus escaleras mecánicas y sus bocadillos en oferta, salvándose de la quema algunas bodeguillas de horarios interminables y algunas fruterías de precios incontestables. Poco más. Comenzó un bostezo de demasiados años y olvidos.

A los cordobeses que nacimos en San Agustín o barrios similares, los que forman parte de esa Córdoba raíz, Los Patios no nos emocionan por el descubrimiento, sino por la sensación de regreso al pasado que contemplamos. No ha transcurrido tanto tiempo, fuimos y vivíamos así. Recupero San Agustín cuando el propio San Agustín recupera parte del brillo perdido, gracias a la remodelación de la plaza. Tal vez no deberíamos esperar tanto, a que la cal se amontone sobre el suelo, para mantener el contorno de nuestra identidad, de esa Córdoba que sigue siendo el corazón de esta ciudad que algún día no reconoceremos si no sabemos conservar en el presente. Porque el que se olvida de donde viene, de lo que fue, nunca sabrá hacia donde quiere ir. Tampoco tendrá identidad, aunque no cese de buscarse en el espejo.

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