La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

Calor

IAN McEwan nos ha contado el calor como pocos en Expiación, aunque leas la novela en enero lo podrás sentir, muy presente, a tu lado, y Kasdan lo transformó en imágenes en Fuego en el cuerpo, consiguió que no solo sudaran los protagonistas. Tiempo de calor, de caloret si lo pronuncia doña Rita. Escucho la reflexión de un especialista en la materia: no tenemos memoria meteorológica, dice, y puede ser que lleve razón, no seré yo el que lo niegue, pero lo cierto es que estamos atravesando por unos días de calor intenso, escalofriante por ratos. Esos días en los que Córdoba se encarama el podio del calor nacional, conquistando con frecuencia la medalla de oro. Dudoso honor que muchos de nosotros declinaríamos para quien lo quisiera ostentar. Si lo pienso, puede que el especialista en la materia tenga su parte de razón. De la infancia conservo en la memoria el recuerdo de veranos interminables y callejeros, de noches bajo las farolas, altramuces y cine de verano, pero no conservo un recuerdo expreso, propio, del calor. Puede que el calor actúe del mismo modo que hacen las alergias: el grado de asepsia e higiene a la que hemos llegado, lejos de beneficiarnos, nos debilita, nos deja sin argumentos con los que responder. Durante años, los días de calor intenso se combatían en mi casa con un ventilador de aspas teñidas en sepia por la nicotina de los cigarrillos que mi padre fumaba. Recuerdo la aparición de ese primer ventilador que giraba, y que celebramos como si se tratara de un revolucionario invento. En ese tiempo, rígido y estricto, lo era, sin lugar a duda. Recuerdo ese ventilador giratorio a los pies de la cama de mis padres, yo me detenía unos instantes en el pasillo a la caza de un segundo de fresca emoción. Mis padres sí padecían el calor, y mis hermanos mayores también, pero se aliviaban con abanicos y pequeños vaporizadores de plástico. En esas noches nos adelantamos al microclima de la Expo de Sevilla, vaya que sí.

Aunque afirmarlo en estos días pueda sonar a alabanza del masoquismo, cuando poco, no conservo malos recuerdos protagonizados por el calor, no. Con toda probabilidad porque lo relacionaba con el verano, con las vacaciones, con esa vida en la calle, de la mañana a la noche. Lo relacionaba y lo relaciono, el calor, con las salamanquesas junto a las farolas, con los partidillos en el callejón, con las sandías y los melones de media tarde y, sobre todo, con el cine de verano. Y es que recuerdo larguísimos veranos con decenas de películas que establecieron y definieron esta relación y estable que mantengo con el cine desde entonces. Dos o tres amigos regábamos el crujiente y polvoriento albero del cine Olimpia, calle Zarco, y la recompensa era entrar gratis a las posteriores sesiones. Muchas noches de Bruce Lee y toda la legión de nefastos imitadores, muchas noches de aquellas comedietas italianas protagonizadas por Álvaro Vitali por las que desfilaban aquellas estupenda y bellísimas mujeres, que de cuando en cuando se desnudaban levemente, y también muchas noches de Ben-Hur, John Ford y Alfred Hitchcock, escapando de aquellos pájaros vengativos tan bien organizados, atravesando el lejano Oeste mientras esquivaba los embestidas del legendario jefe apache Gerónimo o recorriendo el sistema solar en esas naves espaciales que hoy englobamos en la Z.

Al calor le debo, o por culpa del calor, escoja, comenzó mi afición por la lectura. Ajustaba el maltrecho cuello del flexo, metalizado y opositor, en dirección a la almohada y desafiaba a las horas y a la temperatura con un libro entre las manos. Recuerdo la noche en la que viajé a América, en un oscuro camarote, junto a Kafka, las risas contagiosas de Don Quijote en una fonda de La Mancha; recuerdo la emoción juvenil de Tintín, las ocurrencias de Anacleto, los esperpénticos inventos del profesor Bacterio o los disfraces de Mortadelo. Emoción, risa y sudor. Sin embargo, con los años, la sensación de calor ha cambiado, ya es molesto, hiriente incluso, desolador estos días. La vida y sus cosas que empañan las sensaciones, o la realidad que se abre paso a empujones, como empeñada en querer decirnos: las cosas son como son y no como las imaginas. En cualquier caso, refugiado, a la sombra, aire acondicionado a 22 grados, añoro aquel calor de mi infancia.

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