ALFREDO Di Stéfano se ha ido durante un Mundial, el de Brasil, y el hombre que lo trajo a España, Santiago Bernabéu, se fue durante otro Mundial, el de 1978 en Argentina. Ese Mundial de Kempes y compañía, de Videla y tragedia, de desaparecidos y llantos que apenas recuerdo, del que nada conservo en mi alacena mundialista. Di Stéfano no forjó su leyenda en un Mundial, su gran cuenta pendiente, sino en la Copa de Europa, que convirtió en el hábitat natural del madridismo. Nueve goles en cinco finales. Di Stéfano y sus frases: Las finales no se juegan, se ganan. En Lisboa, este mismo año, se repitió de nuevo la sentencia. Los otros grandes colosos del universo fútbol, sin embargo, sí forjaron sus leyendas en los mundiales. Pelé, Cruyff, Maradona y Zidane. El Pelusa, el comentarista feroz y circense de la actualidad, deslumbró como solo él sabía en el Mundial de México. Todos recordamos ese gol maratoniano y acrobático contra Inglaterra, que se ha tratado de comparar injustamente en docenas de ocasiones, y olvidamos que en todo su Mundial, como ya hizo en el Nápoles, Maradona se abrazó a la gran herencia de Di Stéfano: el jugador total. Aquella Argentina la conformaban once calamaros pelucones y porteños, y Maradona, como un alquimista del balón, convirtió en oro la chatarra de los pases tobilleros y las carreras asfixiadas. También brillaron en ese Mundial Azteca las alas del Buitre, aquel ángel del césped, sutil y vacuo, que hoy se ha convertido en un yupi de la diplomacia vacía y de la admiración por el jefe como gran muesca del currículo. Qué pena, a pesar de aquella tarde en Cádiz.

Recordamos con insistencia el cabezazo de Zidane, que no fue más que un segundo de humanización del mito, y pasamos por alto esa belleza contundente que nos ofreció, a ritmo de marsellesa. O los goles de Salenko y Schillaci, esos goleadores fortuitos y momentáneos que alcanzaron la gloria de un instante. Hasta el atrevimiento de Klose, Ronaldo, el gordito, con sus peinados imposibles y su terror en las áreas, nos ofreció la mejor versión del depredador, del caníbal en ese último segundo que lo decide todo. La historia de España en los Mundiales estuvo representada por el llanto y la sangre de Luis Enrique, el canto de la impotencia, el cuartofinalista licenciado en medianías, hasta que aterrizamos en Sudáfrica. Shakira cantaba su copla tribal al ritmo de esa cadencia milimétrica que con los años se ha convertido en carencia tétrica. Sin gol no hay gloria. Muchos adelantamos el naufragio, los barcos que no se remozan en los astilleros terminan en la profundidad del mar. Todavía hay tesoros escondidos en las profundidades, claro que sí, que se lo pregunten a la Sirenita o a Odyssey. Pretendimos ganarnos la gloria del presente homenajeando al pasado. Y Holanda y Chile descubrieron el filón de nuestras arrugas.

Un Mundial diseñado para el triunfo de la anfitriona, obviamente no me refiero a España 82. La peor Brasil que recuerdo, insulsa, deslavazada, tosca en modos y en intenciones, ha recibido el correctivo más severo que se recuerda en una cita futbolística. Los aficionados le debemos a Alemania que nos volviera a recordar que el fútbol es eso: verticalidad, entrega y hambre, y que todo lo demás, lo demás y algo más, es la estrategia de los mediocres, la desafección por la pelota y por el área rival. Esta Argentina finalista por influencia del Papa Francisco, otra explicación no le encuentro, ha buscado la gloria sin pretenderlo, con fútbol de arreones, latigazos y pulmones, muy poco, casi nada. Esperaba, sinceramente, que Argentina no homenajese a su mito, a don Alfredo Di Stéfano, poniendo en práctica su célebre cita sobre las finales, ya saben. Pasan los años y mis recuerdos de mis Mundiales se amontonan, cubiertos de oro y polvo, de insomnio y uñas maltrechas. Me despido sin saber todavía el nombre del ganador, qué más da, esa gloria forma parte del misterio de este deporte. Cada noventa minutos se abren las puertas de un cielo, o de un infierno, que le pregunten a la anfitriona.

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