La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

Mujeres

POR estas fechas, coincidiendo con el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, se nos llena la boca y la vista de mujeres. Los medios de comunicación nos vuelven a alertar sobre esas cifras que enfrían con su estadística numeraria la cruda realidad que hemos construido a lo largo de los años. La desigualdad latente y patente, sí, permanece, inamovible, estandarizada e icónica. Volveremos a señalar que es un problema educacional, que debemos abordar en el seno de la familia, en los primeros años de colegio, cuando las personalidades se siguen moldeando. Lo diremos, y hasta puede que reconozcamos el problema, el origen, la semilla, pero no cambiaremos de canal cuando nos ofrecen esos estereotipos de mujeres cuyo gran objetivo es ligarse, o lo que haga falta, al guaperas medioneurona de turno. Y nuestras hijas desfilarán como princesas de discoteca barata porque todas las amiguitas lo han hecho. Buscaremos la justificación, aunque nos duelan las entrañas y los ojos nos escuezan por lo que contemplamos, pero lo haremos. Las mujeres en el banquillo, que el partido lo jugamos nosotros. Mira que es largo el partido, que feo y aburrido nos está saliendo, pero ahí seguimos, dándole patadas al balón. Como niños, nos escondemos el balón bajo la chaqueta, la pelota es mía y juega quien a mí me da la gana. Jugamos nosotros, siempre de titulares, claro. Tampoco le damos tantas vueltas al asunto, no es una reflexión profunda -en la mayoría de las ocasiones-, es por rutina, porque ha sido así siempre, porque nos da miedo cambiar. Y, sobre todo, porque nos da miedo que nos cambien.

La mayoría de las cifras que se refieren a las mujeres están cargadas de un pestilente e injusto halo de negatividad, muy pocos son los que se asoman a la feliz positividad, muy pocos. En el mundo laboral, la precariedad, la temporalidad, los sueldos más bajos, siempre tienen rostro de mujer. Esta crisis con vocación de eternidad les afecta más ellas, y no son teorías: la desgraciada realidad. Como, por ejemplo, con el desmantelamiento de la Ley de Dependencia en el que se ha empeñado el Gobierno de Rajoy. Un gran daño para todas aquellas personas que padecen una enfermedad o discapacidad, pero también para ellas. Las mujeres no son especialistas en cuidar, a nosotros, a los hijos, a los mayores, no tienen un gen especial que las hace propicias para esta labor. No, cuidar se aprende, como se aprende todo en esta vida. Les adjudicamos la función de cuidadoras, y cuando esa función se reconoció como un empleo, que les generó derechos, ahora también lo están perdiendo. Pero ellas siguen cuidándonos, claro, gratis, sin derechos, sin reconocimiento, como siempre lo han hecho. O el estudio, lo conocimos el pasado miércoles, sobre violencia de género en Europa. Llama la atención, en primer lugar, que por fin se haya podido realizar un informe racional, con ítems unificados, en Europa, continente civilizado y avanzado donde los haya, o eso dicen. Y, claro, lo que a continuación sigue sorprendiendo son los propios datos que arroja. Una de cada tres europeas ha sufrido violencia de género o una agresión sexual. Hablamos de 62 millones de mujeres, ojo. Mire a su alrededor, mire, que estará contemplando a una mujer maltratada, aunque usted no se lo pueda imaginar, aunque considere que eso no puede suceder en su entorno, en su clase social. Sucede, no le quepa duda.

Obviamente, los datos que cuantifican la violencia verbal o psicológica hacia las mujeres se disparan hasta niveles aberrantes. Porque nos enfrentamos a una definición elaborada a lo largo de los siglos y que, aún creyendo que es injusta, seguimos manteniendo, de un modo u otro. Por omisión o por convicción. Las mujeres, en una sociedad normalizada, plural, igualitaria, no tendrían que celebrar ningún día en especial, porque todos los serían, o porque todos los días los serían para todos, con las mismas oportunidades y derechos. La evidencia de la realidad, que no hace falta constatar con informes y estudios, la contemplamos cada día con nuestros propios ojos, nos indica un camino largo, muy largo, en el que seguimos sin contemplar la meta. Y seguiremos caminando, claro, pero sin hacerlo al mismo ritmo, muchas a trompicones, otras de puntillas y buena parte de nosotros saltando, sin saber hacia donde vamos o, peor aún, plenamente conscientes de que no es la dirección correcta.

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