La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

Masterchef

Ala mayoría de mis amigos les ha sorprendido que no haya seguido el último fenómeno televisivo: Masterchef. Viendo los datos de audiencia, debo haber sido uno de los pocos. Con toda la humildad: hay quien considera que cocino bien, pero no creo que lo mío sea para tanto. Como mucho, soy un "cocinillas", medio domino tres o cuatro platos que me quedan resultones, el resto es cocina de batalla -que realmente es la cocina que más consumimos-. Reconozco que no me cuesta cocinar, que lo hago prácticamente a diario, que en multitud de ocasiones me relaja, me entretiene, que no me desagradan la mayoría de sus tareas, desde la compra de los ingredientes hasta la limpieza de los utensilios. Para escribir este artículo he tenido que recurrir al enlatado, he visto algunas entregas de Masterchef, bonita cocina, buenos ingredientes, muchos nervios, incluso ansiedad. No soy humilde, soy sincero: yo no tengo, ni de lejos, el nivel de los concursantes de esta recién acabada primera edición. Entiendo que estoy en la media, en esa media de españoles que nos hemos acercado a la cocina en las últimas décadas, puede que se tratara de una expresión más de eso que conocimos como estado del bienestar, y que parece haber desaparecido como si nunca hubiese existido. O sea, uno de esos tantos españoles que nos criamos con caldo de cocido, croquetas de pringá y lentejas con chorizo y que los años y las modas nos han sorprendido con el sushi, las hamburguesas con guacamole o la cebolla caramelizada, del mismo modo que hemos pasado, casi sin darnos cuenta, del futbolín a la Wii, de la Basf desimantada al mp3 y de la cabina con cola al teléfono móvil con cobertura 3G.

He de reconocer que me han sorprendido las habilidades de algunos concursantes, que bien podrían trabajar en los mejores restaurantes sin desentonar. Sin embargo, creo que hoy se merecen mayor reconocimiento todas esas miles de masterchefs, porque la mayoría son mujeres, que con unos pocos cientos de euros al mes visten y alimentan a sus familias. Esas masterchefs, seguro que usted conoce alguna, con unos trozos de pollo, dos patatas, cuatro zanahorias y un puñado de garbanzos te preparan un cocido riquísimo, un caldo que reanima a un agonizante y te hacen unas croquetas que son una nube incompresible de bechamel, y hasta una ropa vieja maravillosa si todavía han sobrado unos cuantos garbanzos. Esas masterchefs tienen la imaginación de Steven Spielberg y convierten en algo mágico los restos de pan duro y tres tomates espachurrados o con una caballa te hacen unos fideos que empujan a llenar el plato de barquitos y un aliño digno de la mejor empresa conservera. Además, estas masterchef son también ágiles y resistentes atletas, triatletas de la vida diaria. Cada mañana salen con su carro en busca de esa caja de leche que es tres céntimos más barata que en ese supermercado donde sí compran el aceite, para acabar en un tercero, donde adquieren las latas de atún, oferta de 3X2 tal y como se indica en el folleto que les dejaron en el buzón. Mi madre fue una de estas masterchefs, se lo puedo asegurar, y todavía hoy sigo tratando de comprender de donde sacaba toda esa energía, esa manera de economizar el tiempo. Y todavía hoy sigo tratando de repetir el sabor de sus croquetas, empanadillas o gazpacho, sin no caer en una vergonzante e imposible comparación.

No sólo es una característica de Masterchef, le sucede a la mayoría de artefactos televisivos: están muy alejados de nosotros, de nuestras vidas. Casi nadie cocina con esos ingredientes y utensilios. Siempre recordaré el anuncio de ese cacao soluble tan conocido. Inmenso dormitorio del niño, casa de dos plantas, perro juguetón esperando en un enorme jardín, y el batido bien fresquito servido en una mesa de cristal. Yo veía el anuncio como si fuera una película de ciencia-ficción, como algo no real. Una sensación similar me ha transmitido Masterchef. Por eso he querido recurrir a esas masterchefs que todos conocemos, que tanto nos han ayudado, que tanto queremos o hemos querido. Ellas sí forman parte de nuestra realidad. De hecho, son fundamentales para entender nuestra realidad. Esa que no nos transmite la pantalla de la televisión, que sigue empeñada en ofrecernos una vida de ciencia-ficción.

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