La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

El monstruo en su laberinto

IMPASIBLE, frío, inalterable, calculador, distante… son algunos de los adjetivos que emplean para calificarlo. Considera una "manía" lavarse las manos frecuentemente, a pesar de no considerarse una persona escrupulosa. No se sienta en los transportes públicos, y para hacerlo en un banco de un parque lo cubre de papel. Come con tapones en los oídos porque le molesta escuchar como mastican los demás. Considera que todos tenemos nuestras "manías" y que eso no significa que causen perjuicios a los demás. Está muy delgado, su voz es aguda, a ratos afeminada. Le gustan las camisas a rayas, exhibiendo esa elegancia neutra e impersonal de otro tiempo. Repeinado, pulcro y aséptico en su aspecto físico, más bien bajito. Posee esa sonrisilla tan molesta… esa sonrisilla de "no me cuentes historias" que tanto escuecen cuando la tienes enfrente y la sientes en tus propios ojos. Tiene el brillo del odio en la mirada, sí, lo tiene, no lo puede ocultar, y aumenta de intensidad, es más odio, cuando se refiere a su exesposa, Ruth Ortiz. Apenas gesticula cuando le interrogan, apenas unas pocas arrugas se dibujan en su frente ante preguntas que la mayoría no podríamos soportar. Impasible, sí, buen adjetivo, frío, también, tras dos horas declarando ni le ha dedicado un segundo a la botella de agua que tiene delante. Habla de sus hijos en presente, como si nada hubiera pasado, como si estuvieran esperándolo a la salida del juzgado. Se esfuerza en mostrarse como un buen padre, protagonista de las tareas domésticas y siempre con un ataque a la madre, a la que retrata como una persona desinteresada en el cuidado de sus pequeños. "Tuvimos una relación normal, fue un matrimonio normal", argumenta con naturalidad. "Yo no estoy cansado", dice, "eso que está usted diciendo es completamente falso", repite una y otra vez. Merodea, juguetea con las palabras, las lía y relía antes de pronunciar un "no". Le cuesta llorar, es fácil percibir que no se trata de un acto común en él. Se llama José Bretón, y todo apunta a que asesinó a sus dos hijos, Ruth y José, en octubre de 2011. Desgraciadamente, todos lo conocemos.

Todo parece indicar que José Bretón durmió profundamente a sus hijos, empleando Orfidal y Motivan, para a continuación colocarlos rectangularmente sobre la tierra. Bajo una mesa de metal -ay esa mesa de metal-, con la que creó un efecto de "horno", los quemó. Posteriormente, se dirigió a la Ciudad de los Niños y teatralizó la pérdida de sus hijos. Contradiciendo a lo argumentado por él mismo, no hay imágenes de Ruth y José ese día en el parque. Cuando la Policía fue por la noche a la finca de Las Quemadillas aún humeaba la hoguera. De hecho, en el momento de mayor intensidad, fue detectada por el Infoca. Meses después, parapetado tras ese terrorífico disfraz de impasibilidad y frialdad en la que parece sentirse tan cómodo, Bretón insiste en que en la hoguera ardieron naranjos y "cosas de Ruth". Sí, tal vez no miente, porque casi con toda seguridad en esa hoguera ardieron las "cosas" que Ruth más quería y ha querido en su vida: sus hijos. María Ángeles Rojas, la fiscal de este caso, y que a mi juicio está realizando un trabajo excepcional y fundamental en la resolución de este horrendo crimen, en su demoledora argumentación del pasado lunes se refirió al crimen de Ruth y José como un acto de venganza hacia su exmujer.

Desde que las piezas comenzaron a encajar en el puzzle, siempre he calificado este horrendo crimen como un acto de violencia de género. Porque la mayor pretensión de Bretón, su gran objetivo, es vengarse de la que había sido su esposa. Lamentablemente, objetivo cumplido. Hay maltratadores que escenifican la violencia con un insulto, con una velada amenaza, con un puñetazo. Hay maltratadores que demuestran su odio hacia las mujeres asesinando a sus propios hijos. Desgraciadamente, abundan los casos. Bretón, va más allá, porque todo invita a creer que planifica con detenimiento, con precisión, su crimen. No es producto de una escalada de violencia, no se encuentra poseído por la locura, no. Como un arquitecto del mal, trazó el plano de su laberinto y lo recorrió tal y como lo había planificado. Durante el juicio, comprobamos estupefactos como el monstruo sigue dentro de su laberinto, inflexible, no renuncia a su propia mentira. Ya sólo toca esperar que la Justicia cumpla con su misión y que el monstruo pague, en parte, su deuda. Es una tragedia que los monstruos como Bretón escapen de sus laberintos y convivan entre nosotros.

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