reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

El saqueo diario

CADA nuevo caso de corrupción presunta, con ERES o sin ERES, con agencias públicas o sin ellas, con fundaciones públicas o sin ellas, me recuerdan muchas cosas. Para empezar, la lucha convencida de los funcionarios andaluces contra el decreto de unificación de la administración pública, en la que no se unificaba la exigencia en el criterio de admisión -haber sacado unas oposiciones, esto es, meritocracia-, sino que los funcionarios que sí hubieran pasado por este requisito habían de asimilarse a toda una cohorte de trabajadores que habían entrado en la administración, digámoslo así, por una puerta opaca, sin la acreditación de haber aprobado un examen, estudiado un temario, con lo que el propio trabajo funcionarial, incluida su continuidad, iba a depender sólo del empleador, lo que podía llegar a poner en jaque la imprescindible objetividad funcionarial en el ejercicio de sus potestades públicas. Los recuerdo con sus camisetas naranja, por las calles de Córdoba y por las de toda Andalucía, reclamando para la función pública la imprescindible imparcialidad, la independencia y la objetividad.

En Andalucía, claro, el tema está caliente porque ya está caliente -requemada- toda la campaña electoral. Cada nueva noticia, cada nueva conversación telefónica grabada que ahora sale a la luz, cada nuevo escándalo, cada nueva agresión a nuestra democracia, erosiona directamente, inequívocamente, al partido que se encuentra en el poder. Si estas corrupciones se estuvieran dando en nuestra región únicamente, podríamos deducir que nos encontramos ante un problema partidista, estructural, interno, de una administración y su partido político autonómico. Pero también en otras regiones, en muchos ayuntamientos, los casos de corrupción salpican a las dos principales formaciones políticas. ¿Demasiado tiempo en el poder? Es posible. Pero también da la sensación de que es nuestro propio sistema el que produce sus monstruos, y que si cualquiera de las nuevas formaciones fuera adquiriendo más protagonismo en cargos de gobierno, antes o después, también podrían caer en unos vicios parecidos.

El contrato de representación entre los ciudadanos y sus gobernantes se fundamenta en un marco de nobleza, la confianza pública. Esos representantes debieran encarnar, en sí mismos, esa nobleza, también legitimadora de esa misma confianza. Con todos los casos de corrupción que hay en los tribunales, con la sospecha añadida de que puede haber -que hay- muchísimos más, que no se saben, ya es más que una certeza la sensación general de que lo que fallan no son nuestros políticos, sino un sistema torcido que da demasiadas facilidades a cualquier cuadrilla de ladrones, y además los crea.

Mientras las investigaciones y los procesos siguen su curso, habría que empezar a plantearse la incorporación de nuevos elementos en nuestra castigada vida administrativa: para empezar, transparencia. Absoluta. Total. Y un aparato de control democrático real en las instituciones, una especie de auditoría continua, para que sea más difícil robar a manos llenas.

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