Cultura

La esposa japonesa

Al parecer, todo comenzó (como en la ópera) con un episodio vulgar de turismo sexual. Julien Viaud (1850-1923), de sobrenombre Pierre Loti, visitó Nagasaki en 1885 y, como tantos otros viajeros y marinos de la época, descubrió un pujante negocio de trata de blancas nada más desembarcar. Cuando le ofrecieron contraer matrimonio con una adolescente, aceptó, tomando el enlace como pasatiempo para animar su estancia veraniega en la ciudad. Dos años después, idealizó la aventura en su novela Madama Crisantemo, primera de una saga literaria responsable, en buena parte, del imaginario occidental en torno a la figura nipona de la geisha: My japanese wife (1895) de Clive Holland, el cuento Madame Butterfly (1898) de John Luther Long, la adaptación teatral (1900) de David Belasco… Y la inmortal ópera (1904) de Puccini, cuyo arte dulce y emotivo hace olvidar el disparate un poco sórdido del arranque de la historia (el diálogo de los dos americanos es material de psicoanalista) para lograr una delicia de psicología musical: el retrato supuestamente "verista" de otra heroína inolvidable. Formando parte del público entusiasta que llenaba el Gran Teatro, pudimos disfrutar la tragedia giapponesa el domingo, en la segunda de las representaciones cordobesas.

Sabíamos que esta Butterfly tenía como puntos fuertes de partida la poética dirección escénica de Lindsay Kemp (un precioso mar de estampa que va cambiando con la iluminación y se va cargando de símbolos) y la seguridad asombrosa de la soprano japonesa Hiromi Omura. Pero nos encontramos con bastantes más sorpresas gratas: un elenco vocal admirable (en especial, Manuel Lanza -Sharpless- y Francesca Franci -Suzuki-), una estupenda Orquesta de Córdoba (sólo un leve tropiezo al comienzo del acto III), una sabia dirección orquestal (tempi lentos para reforzar la melancolía) y un coro (Coro de Ópera Cajasur) que logró sorprender en la compleja intervención en escena del acto I y emocionar con el célebre a bocca chiusa de la noche de vigilia del acto II.

No obstante, el peso de la emoción se sostenía a partes iguales, además de en Puccini obviamente, en la labor de la soprano, en la dirección musical y en la concepción escénica. Esas labores consistían, precisamente, en adoptar la postura humilde de dejar que Puccini brillara. Hiromi Omura no defraudó en ninguno de los momentos memorables de la partitura. Además de la seguridad que apuntábamos más arriba, fundamental en una obra en la que la protagonista ha de estar cantando casi de continuo, deleitó con sus gestos suaves y delicados y una musicalidad natural y contenida. No muy otras parecían las cualidades de la batuta de Angelo Cavallaro, que dirigió con la sencillez sutil de quien cuenta una historia triste. Y, sobre su cabeza, la belleza visual de un decorado expresivo. En primer plano, sólo intuida, la casa de Butterfly abierta a la colina que bordean un puñado de altísimos árboles. Para hacer más sobria aún la estampa, el follaje sólo se imagina muy por encima de la escena. Al fondo, un mar inmóvil, que el drama musical va tiñendo sucesivamente de libertad, esperanza, éxtasis, muerte… Ambos espacios, la casa y la colina que da al mar, se acotan y se matizan mediante tres juegos de paneles móviles; el exterior es una bella tela traslúcida pintada al estilo japonés con estilizadas imágenes de las montañas y el puerto de Nagasaki.

Toda representación de ópera es una complicada suma de esfuerzos cuyo resultado pende de un hilo. Cuando la empresa funciona, habla directamente a la psique del espectador con una fuerza asombrosa. Se dirige a cada uno haciéndole sentir que la contada es, en realidad, su historia. Por eso, este verismo es otra cosa que realismo. Y por más que Puccini repitiera a sus amistades que lo que plasmaba era un hecho verídico (viejo truco de los contadores de historias), el público al que emocionó una vez más la otra tarde sintió, con la historia de la pequeña geisha, aquella paradoja de Oscar Wilde sobre el arte: que "la única gente real es la que nunca existió".

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