Córdoba

Finito de Córdoba y su ínsula Barataria

  • De lo ocurrido de ayer se hablará dentro de 50 años, porque el torero le echó el público encima al presidente

LO de ayer en la plaza de Los Califas es de esas cosas que se contarán cuando pasen 50 años. Parece que en esta vida no nos sirve con vivir tranquilamente dedicándonos a cazar mariposas, o a pasar a la historia haciéndole enormes faenas a un toro. No. Hay gente que no se conforma. Por ejemplo, un tal Juan Serrano. Ayer, como ya sabe todo el mundo, decidió que quien manda en el país es él. Ayer decidió labrarse su ínsula Barataria, sin necesidad de que Don Quijote se la prometa y la mente literaria de Cervantes se la otorgue. Finito entendió que las reglas las pone él, como tantos otros en este país de mangantes que decidieron que las reglas las ponían ellos, como tantos que han preferido escamotearle a Hacienda sus ganancias, robarle la bicicleta al vecino (en mi caso, ya van cuatro), como tantos que prefieren hacer facturas sin IVA. Ah, Finito, tú también hijo mío, le dijo César a Bruto. Sí, él también. En este país, el desacato a la autoridad se aplaude por los ignorantes, por los que pueblan la plaza de los Califas -con unas decenas de cabales atónitos e indignados ante lo que ocurría, ante el atropello al reglamento y a la razón-, por los lazarillos de esta Tauridia infame y chulesca.

Finito se hizo el sueco, le echó al público encima al presidente amparándose en la ignorancia de la masa, de los sanscoulottes que ayer le aclamaban, de los corifeos de la subversión. Quiso que le indultaran a un toro mísero, porque Finito cree que gobierna en la Barataria de Los Califas. Y el presidente, un valiente, un héroe, un Leónidas ante los persas en las Termópilas, le tuvo que aguantar su desplante, su desacato a la autoridad. Y para más inri, Finito, creyéndose ungido por los dioses sin haber leído nunca al Quijote ni parece que el reglamento taurino, mató al toro una vez sonados los tres avisos pese a las advertencias notorias de los alguacilillos. Finito, más chulo que un ocho, haciendo de El Torete, mató al toro, en otras palabras, se saltó el reglamento que le permite torear, que le permite la excepción legal que es el toreo. Eso hizo, matar a un animal porque le dio la gana, no porque le amparara el hecho de ser un matador. Juan Serrano, tan torero, ha burlado la norma sagrada de la autoridad en el toreo. Una norma escrita hace más de trescientos años, prevista para evitar demoras y sufrimientos al animal una vez que pasa el torrente incombustible del arte. Sí, Juan Serrano decidió dinamitar la excepción que permite el toreo porque él es Sancho, en la ínsula Barataria, su gobernador, su engañado gobernante, quien siembra la ley, legisla, ejecuta y juzga. Sobre todo ejecuta. Él está por encima de la ley, ya se ha dicho.

Y todos los coros de taurinos que hoy mismo hablarán en sus crónicas de empecinamiento del presidente, de titulares de ese estilo agradaor que abunda en portales de internet y en un tipo de prensa adepta al sistema podrido que es hoy el toreo, cantarán que lo de Finito es una genialidad artística en forma de pulso al presidente. Sin embargo, allí la única genialidad que ha existo ha sido la de su toreo eterno, el de su estilo, adormecido a veces, pero siempre necesario. Lástima que haya dinamitado los puentes de una gran labor con una mezcla de soberbia y de desacato. Pensará que vive en su isla, pero no, es ya un expatriado para quienes sienten y saben cuál debe ser el verdadero norte del toreo. Todo ello, mientras la gran mayoría demostró ayer en la plaza de Los Califas que desconoce las bases sobre las que se asienta una corrida de toros, la ley. Por todo ello y por muchas cosas más este país no tiene remedio. En el fondo, todos queremos nuestra ínsula Barataria.

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