La Sangre

El perdón camina bajo palio burdeos

  • La procesión avanza entre un público que reacciona de diversas maneras

Un penitente de La Sangre se para en la esquina de Barqueros con Mármol de Bañuelos. Los niños de la cera le agobian. Sitian su plaza, le piden que incline el cirio para que vuelque el líquido caliente. La mayoría de los nazarenos, solícitos, lo hacen. Dan cera a los pequeños. Pero él siente su hermandad. Sabe que la imagen de sus titulares y la del cortejo es, junto con sus pensamientos, lo primero. Por eso está en su puesto. Sereno. Sin gestos para la galería.

Ocurre con la bulla que muchos de los que la frecuentan están cortitos de educación, que no son ciudadanos como la ocasión merece. Y se pasan el rato comiendo pipas, pasando entre los nazarenos, desluciendo los cortejos... Aparece el tremendo paso de misterio de Nuestro Padre Jesús de la Sangre, que estrena su dorado completo, y la gente no guarda el debido respeto. Es una pena. Se sigue con las pipas, con las digitales, con la cera de los niños, con el teléfono en la oreja y con los arrumacos a la novia, aunque vaya vestida de nazareno con cubrerostro añil.

Hasta algunos costaleros de la cuadrilla que demostró su maestría ya entrada la noche entre San Miguel y Ramírez de Arellano le pierden el respeto a sus titulares porque convierten el recorrido en un ir y venir de conversaciones de móvil cortejo arriba cortejo abajo. Un hombre que se deja la vida debajo de un paso con su costal no puede perder puntos mostrándose con un celular dentro de la procesión como si fuera un ejecutivo.

Por todo esto, el penitente que niega la cera los niños es un ejemplo, una prueba del compromiso de la mayoría de los que sienten la penitencia de acompañar a los pasos en esta primavera con olor a incienso. Con La Sangre en la calle, fluyen sentimientos de compasión, de solidaridad, de compromiso. Nunca se debe atravesar la línea imaginaria del respeto a la tradición, aunque desgraciadamente muchos se salten las normas a la torera.

El nazareno que niega la cera -porque la cera es símbolo de su penitencia- avanza y se pierde por Alfonso XIII. Atras quedan los irreverentes. Pero él, como su hermandad, vence lo superfluo, puede con la mala educación y el paso de misterio gira impecable en dirección a la carrera oficial. "Vamos a poner arriba a nuestro señor Jesús", grita el capataz. Y los esforzados hombres mecen el misterio castigándose el cuello con la trabajadera. Ésta es la verdad. Lo demás es mentira.

Como una metáfora de la vida aparece La Sangre. En su desfile existe el bien y el mal. El penitente que se busca los pecados en el interior y el que se dedica a pintar la mona entre las filas. Ocurre en todas las hermandades. Pero el bien vence y todo se redime cuando aparece la Reina de los Ángeles al son de A la memoria de mi padre. Es entonces cuando todo se olvida, cuando todo se perdona. Se mira hacia los adentros y se olvidan móviles, cera en pelotones, irreverencia y demás pecados. El perdón camina bajo palio burdeos.

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