Pasión en sepia

Estaba la Madre

  • Domingo de Ramos | Las gentes comienzan a arremolinarse en el entorno del vetusto puente que San Rafael custodia. No hay prisas. Antaño se vivía de otra manera estos días

Cristo del Amor a finales de los años 50 por la parte alta de la calle Gutiérrez de los Ríos.

Cristo del Amor a finales de los años 50 por la parte alta de la calle Gutiérrez de los Ríos. / familia Francisco Román

El azul del cielo comienza a perder brillo. Los rayos del sol han dejado de dar calidez a la ciudad. La brisa de la primavera se deja notar. El día, agonizante por el paso de las horas, se dispone a dar paso a la noche. Atrás quedo la algarabía de los párvulos. Infantes que, con doradas palmas en las manos, aclamaban a Cristo cuando la mañana rompía en el castizo barrio de San Lorenzo.

El pueblo de Córdoba ha comenzado su Semana Santa. Un año más, las puertas de María Auxiliadora, abiertas de par en par, han sido pórtico de lo que nos quedará por vivir durante una semana. Esos niños, educados bajo la sombra de don Bosco, y revestidos de hebreos, son pregoneros puros e inocentes, de la semana más santa de todas las semanas. Semana de pasión; semana de dolor; semana de muerte; semana de oración; semana de recogimiento. Semana Santa.

El viejo Betis baja turbio. Las lluvias primaverales han teñido de ocre sus aguas. El río busca, más deprisa aún, su muerte cauce abajo. La corriente, con la fuerza que le ha dotado la naturaleza, se estrella violentamente contra los pilares de los arcos del viejo puente romano. Una espuma blanca se hace presente en la superficie, pero es efímera, pues se diluye una vez el torrente llega a los viejos molinos en el ocaso de un día que comienza a fenecer.

Las gentes comienzan a arremolinarse en el entorno del vetusto puente que San Rafael custodia. No hay prisas. Antaño se vivía de otra manera estos días. Con más recogimiento y respeto. La piedra de la torre de la Calahorra se convierte en un improvisado dosel. Una argéntea cruz portada por un nazareno encabeza la comitiva e inicia la subida del puente. Tras ella, dos hileras refulgentes de penitentes, revestidos de negra túnica y capirotes blancos, custodian y comienzan a dar luz a la recién estrenada noche y a la escena. El cortejo avanza hacía Córdoba dejando atrás lo más alto del Campo de la Verdad. El otro lado del río, que gracias al impulso del obispo Fray Albino, ha dado nueva vida a un barrio, y donde unas modestas casitas blancas habitadas por gente trabajadora, han hecho brotar una nueva vida en la zona.

Aquellas casitas blancas quedan ya lejanas. La parroquia de Jesús Divino Obrero también. Ya hace tiempo que sus puertas se abrieron, para que el drama del Gólgota se reviviera una vez más. Cristo ha muerto otra vez. Un año más. Lejano queda el origen. Se afirma que en el siglo XVI, la imagen del crucificado fue la titular de la Cofradía del Santo Crucifijo, allá en la desaparecida ermita de San José, en la collación de la Magdalena. El devenir de los tiempos lo ha llevado hasta la nueva iglesia edificada por Fray Albino, para dotar al nuevo barrio de un lugar para la oración.

El tiempo, testigo del drama, se para. La escena del Calvario se recrea una vez más, en una Córdoba que con la noche entrada, vuelve a estar sola y callada. La procesión avanza solemne. El negro y el blanco, colores dominicos, predominan en las primeras horas de la noche. El público, los fieles, los curiosos. Todos permanecen hieráticos en las aceras.

El recogimiento, contrapunto de la mañana de palmas y olivos, es notable en una Córdoba que vive una Semana Santa distinta a lo que años más tarde, para bien o para mal, llegó para quedarse. Algún niño con expresión entre somnolienta, curiosa y cansada, abre los ojos de par en par, ante el patetismo de la escena. Cristo muerto va derramando su Amor, una vez más. Como siempre fue y como siempre será.

El paso austero y oscuro, alumbrado por cuatro sobrios hachones, con un exorno floral variado, cual el jardín de un monasterio y que hoy sería tachado de cualquier manera, cobija el simulacro del drama. Dios hecho hombre, pende del leño sacro de la cruz.

Su cuerpo mancillado, destrozado, sanguinolento y exánime es velado por la Madre y el discípulo amado. La estampa se repite un año más. Como escribió Lope de Vega: La Madre piadosa parada / junto a la cruz lloraba / mientras Hijo pendía. Mientras tanto, las aguas del viejo Betis, crecidas por las lluvias de la primavera, ponen música al drama de la pasión y muerte del Amor crucificado.

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