Cuaresma en sepia

Arquitectura efímera en honor a Dios

  • La imagen divina es colocada en un lugar prominente tras la construcción de un altar perecedero ante el que se postrarán los fieles antes de la Semana Santa

Altar de cultos de la Misericordia de 1954.

Altar de cultos de la Misericordia de 1954. / Archivo Hermandad de la Misericordia.

A noche está presente. A pesar de que los días son más largos, al final las tinieblas siempre resultan vencedoras. Atrás quedó el día. Una jornada más. Trabajo, quehaceres cotidianos, labores. Todo se repite día tras día. Todo es un poco más recogido y austero en tiempo de la nueva Cuaresma que toca vivir. Las mujeres se afanan en las tareas propias de la época. Se preparan para los días grandes. Se cortan las telas, que servirán para la confección de trajes y vestidos, mientras en la radio suena la poesía sonora de Rafael de León, los mismos que se lucirán el Domingo de Ramos.

También se apaga cal. La misma que utilizará para dar albo tono a las paredes. La primavera está cada vez más cerca. Los días se alargan, también las temperaturas comienzan a ser más benevolentes. Al caer la tarde, los trinos de los pájaros en busca de refugio anuncian la noche. Las calles, iluminadas por tenues luces amarillentas, comienzan a estar solas. Las campanas de las torres, con tañidos graves y solemnes, musitan el principio de cada noche y el final de cada tarde. Sus toques llaman a los fieles a misa.En los templos se celebra la misa. En muchos se repite la escena. Tras la finalización del ritual litúrgico, algunos hombres permanecen dentro de las iglesias.

El oficiante ha terminado. Se desviste minuciosamente. De forma ordenada, auxiliado por el sacristán y algún monago, se va desprendiendo de las ropas talares. La casulla, el alba, la estola, el cíngulo... Todo va quedando ordenado y devuelto a los armarios de la sacristía. Los hombres cambian algunas impresiones con él. Se habla de todo y de nada. Se conversa del trabajo, de la familia, de las virtudes y de los pecados, todo ello mientras se consumen en los ceniceros cigarros de tabaco negro. La consigna es clara. Mientras dure el trabajo, hay que respetar el sitio donde se está. También, que al finalizar la faena las llaves del templo deben ser devueltas al sacristán.

Ha llegado el momento. Los hombres se ponen cómodos. Algunos visten los mismos monos de trabajo que lucen en la fábrica donde se ganan el jornal. Otros se despojan de los abrigos y chaquetas. Todas las prendas quedan en la sacristía. En el presbiterio se comienza a montar una gran estructura de madera. Sobre ella, poleas y gruesas sogas sirven para izar, como la vela de un gran navío, grandes cortinajes que durante los días de culto servirán como dosel a la imagen cristífera o mariana que todos veneran. Alguno de ellos, con alma de arquitecto, dirige las operaciones. Todos le obedecen y todos van a una. En la sacristía se abren cajoneras, gavetas, armarios. Se busca cualquier paño u objeto que pueda dar rico ornamento al improvisado dosel.

De la atarazana otros portan grandes y pesadas cajas de madera. En ellas se amontonan cirios y velas de todas las longitudes y calibres posibles. Desde la casa de hermandad, otros traen candeleros lustrados. El agua hirviendo ha servido para limpiar cualquier rastro de cera. Luego el bicarbonato, mezclado con alguna que otra sustancia secreta, ha servido para pulir y para dar brillo. La imagen divina es colocada en un lugar prominente. La misma es flanqueada por un bosque níveo de velas y cirios, milimétricamente colocados de forma simétrica a uno y otro lado de la efigie. Poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, todo va terminando. Solo queda exornar la improvisada ara con flores naturales del tiempo. Todo ha terminado.

Los hombres, los mismos que han vencido el cansancio y el sueño, se sientan en las bancas de la iglesia a contemplar el altar. Es la hora de la contemplación. Se ha concluido la obra. Está a gusto de todos. Es algo bello y hermoso. Su ideólogo, tras muchas horas de trazar bocetos, líneas, de componer laberintos de cera, está callado. Solo reflexiona silenciosamente. El silencio es tónica habitual tras las horas empleadas en la construcción de aquella obra transitoria. Uno de ellos rasga con su voz grave el silencio: “Hermanos, ha quedado tan bonito que parece que estamos en el cielo”. El arquitecto de lo efímero sonríe. Para sus adentros musita: “Todo en tu honor, Señor”.

In memoriam Manuel Palomino González, prioste.

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