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Aunque no pasemos por taquilla, puede que lo hagamos sin darnos cuenta, que también pudiera ser, todos acabamos en ese parque de atracciones que es la vida. No se ve la puerta de entrada, no hay un neón que lo anuncie, para ya estamos dentro. Sí, así es. ¿Huele el algodón dulce? Afine el olfato y siga leyendo. No busque el mapa, tampoco el orden, que los atracciones llegarán cuando menos las esperemos. Tras una esquina, bajo ese árbol de grueso tronco, junto al lago. ¿No ve el lago? Sí, más adelante, junto al laberinto de espejos.
No me diga que nunca se ha chocado, se ha aplastado la nariz o ha creído ver mil salidas, en el laberinto de espejos. Muchos días son así, que nada es lo que parece, y eso que nos empeñamos en que todo sea como entendemos que debe ser. Pero no. Un parque con atracciones para todos los gustos, y que van del terror al humor, pasando por el amor, la resistencia y la puntería. Vamos, como la vida misma.
Si la vida es un parque de atracciones, yo me he pasado los últimos días en la montaña rusa. De arriba a abajo, despeinado por la velocidad, sintiendo la caída, o creyendo que rozaba las nubes con las orejas. Sensaciones que son difíciles de describir. En ocasiones me habría gustado disfrutar de la tranquilidad del tiovivo, con esos caballitos tan monos, esos dálmatas dulcificados y esas carrozas como ideadas para que Cenicienta escape a la mayor velocidad, ya perdido el zapato de cristal. El tiovivo puede llegar a aburrir, pero también viene bien de vez en cuando. No todo ha de ser intensidad, velocidad, instante. Imagino que ya llegará.
Por suerte, de momento no he entrado en el pasaje del terror, esos sustos estándar que a veces nos gusta sentir. El miedo como ingrediente del ocio, como conjura contra la rutina. El miedo estándar, quiero creer. El miedo real no puede llegar a ser nunca agradable, por mucho que sea un entrenamiento de alto voltaje para nuestro corazón. Ese músculo que necesita de sus dosis de acción, o algo así cantaba Calamaro y sus amigos, llamados Los Rodríguez.
Afortunadamente he comprado muchos boletos del túnel del amor, que nunca me canso de recorrer. No creo que haya hecho mejor inversión en mi vida. Escuchar te quiero y poder repetirlo, cada día, es tal vez la mejor sensación que podemos disfrutar (por no repetir sentir) en nuestras vidas. No se canse de decirlo, tampoco de escucharlo. Puede que sea el éxito, aunque entendamos como éxito otras cosas que no lo son. O que lo son apenas unos segundos. Siempre paso de largo la tómbola, lo que haya de ser porque lo he trabajado, no creo que exista mejor premio que la recompensa del esfuerzo. No quiero que nada me toque, quiero ganarlo. Aunque me cueste, aunque no lo consiga.
No siempre acierto, muchas veces apunto al osito de peluche y me voy de vacío. Y suelo repetir aquello de que el cañón está doblado o la mirilla trucada, que nunca nos equivocamos. Y bien que lo hacemos, y en abundancia, con frecuencia. Por eso hay que seguir intentándolo. Aunque no siempre acertemos. No olvidemos que se aprende en el error. También hay tiempo en este parque de atracciones para un poco de algodón dulce, piñonate, rodajas de coco, vasitos de chufas y manzanas caramelizadas, que no todo tiene que ser amargo. O no debería serlo.
Aunque no tengamos carnet, nos daremos una vuelta por los coches de tope, que es donde más suenan Bisbal y Gorgie Dann. Inevitable chocar a lo largo de nuestras vidas, como también lo es no dar algún volantazo. ¿Quién dijo que el camino sería siempre por una carretera recta y lisa? Tramos empinados, y nunca faltan las curvas. Y baches, y tierra y barro en la calzada. Y un rebaño que se cruza. Quién dijo miedo, quién dijo que sería fácil. Tengo claro que al final vivir es como subir en la noria. Habrá momentos, los menos, de estar en las alturas, y también de estar a ras de suelo, los más. Que también son necesarios, tal vez los más, eso que llamamos rutina, y que tampoco está tan mal. Lo verdaderamente importante es no bajar nunca. Seguir descubriendo este parque, aunque no nos gusten todas las atracciones.
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