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Hay días en el calendario que cuentan con un especial significado. Que importan. Mucho. El 25 de noviembre es uno de ellos. Y lo es porque la violencia que padecen las mujeres, por el simple hecho de serlo, sigue siendo una trágica y cruel realidad que se ha instalado en el tiempo. También en nuestra rutina. Los datos siguen siendo desoladores. Inaceptables. Horribles. Incomprensibles. Unos datos que nos indican que las mujeres, en cualquiera de los estadios de sus vidas, ya sean niñas, adolescentes, jóvenes o ancianas, padecen y sufren la violencia de género. No desaparece conforme pasa el tiempo, no, se adapta, como una terrible piel que les cubre la piel a lo largo de sus existencias. La violencia muta, evoluciona, se transforma, se abraza a los nuevos tiempos, emplea sus avances y tecnologías, no se queda atrás, avanza para seguir implantando su terror. Para no quedarse atrás. Lo vemos en las redes sociales, pero también en la velocidad que nos ofrecen las nuevas tecnologías, la violencia de género ha encontrado verdaderas autopistas en las que seguir circulando. En ocasiones, con mayor comodidad y facilidad que en el pasado. El terror también evoluciona, para nuestra desgracia. Para satisfacción de los monstruos. La dominación ha encontrado nuevos campos de batalla, más efectivos y certeros. La violencia ya no requiere de una mano abierta, de un cinturón o de un cuchillo, una amenaza, un chantaje, los bulos o la intimidad compartida son más efectivos, y más difíciles, incluso, de denunciar. En una sociedad en el escaparate, el escaparate es la propia trampa, la propia condena, que muchas mujeres se ven obligadas a aceptar, especialmente las más jóvenes, para no sufrir el terror y el desprecio de lo público. La intimidad desvelada.
Los datos son horripilantes. Y me refiero a datos oficiales, que me temo no coinciden con la realidad. Porque hay demasiadas alcantarillas, armarios cerrados, cuevas, sótanos, en la violencia de género, que no logramos ver, que nunca salen a la superficie. Durante demasiado tiempo la violencia machista se consideró una “circunstancia” de la “intimidad familiar”, pero es que en gran medida lo sigue siendo. Mujeres que no se atreven a denunciar por “proteger” a sus hijos, por miedo, porque es una mala racha que terminará pasando. Él no es así (pero es así). Cuando la violencia nunca pasa, siempre regresa. Entornos que no se atreven a dar el paso, por ese falso y terrible respeto a la “intimidad” familiar. Esa es la excusa que gastan los negacionistas de la violencia de género. Qué casualidad que sean los mismos que niegan el poder de las vacunas, que la Tierra es redonda o el cambio climático. Este negar, que fue la “táctica” durante demasiado tiempo, ha jugado en contra de las mujeres. Han tenido que explicar y demostrar que padecían violencia de género, y con frecuencia lo hicieron desde la incomprensión y la humillación, como si la verdad no estuviese de su lado, a pesar de las evidencias. Eso tiempo pasado, de violencia invisible, no puede regresar. Fue un mal tiempo, cruel e injusto, que no podemos recuperar. Por mucho que se empeñen.
No nos olvidemos de las mujeres que padecen y sufren la violencia de género este 25 de noviembre. No olvidemos a sus hijos e hijas, igualmente víctimas. Con frecuencia cuerpos de chantaje, lugares donde alojar todo el odio. Son lentas, a muy largo plazo, las campañas e iniciativas que inciden en los niños y niñas, pero terminarán siendo las más efectivas. Tengamos en cuenta que nos enfrentamos ante un odio ancestral, milenario, que ha recorrido los huesos, entrañas y sistema nervioso de nuestra sociedad, de nosotros mismos. Hay mucho que limpiar, normalizar y expulsar. Seguimos teniendo el veneno dentro, y sigue siendo efectivo. Mata. Mata cada día. Lo podemos comprobar en esos titulares que hemos normalizado. Tengamos en cuenta que muta, evoluciona, se adapta con suma facilidad a los cambios, pero eso no nos puede conducir al error, no podemos dudar. Sigue siendo el mismo odio.
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