Tribuna

Eloy garcía

La última voluntad de Azaña

Albert Camus es un gigante de talante descomunal que nunca ha sido revindicado en nuestro país como el hombre de raíz hispana que fue y quiso ser

La última voluntad de Azaña

La última voluntad de Azaña / rOSELL

Confieso que uno de los episodios de la vida de Manuel Azaña que más íntimamente me conmueven, es la enorme dignidad que acompañó a su muerte en la trágica circunstancia del exilio francés. Una dignidad narrada épicamente por su esposa y muy pronto viuda, doña Lola de Rivas Cherif, en la carta que dirigirá a su hermano Cipriano dándole cuenta de sus terminales y angustiosos momentos finales, huyendo acosado temiendo el previsible secuestro y deportación a la España franquista. En ella describe –entre otros pormenores– el estremecimiento de horror que sacudió al ya ex presidente cuando tuvo noticia de la exhumación y traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante al pudridero del Escorial. Un sentimiento de horror coherente con su razón de siempre, madurada intelectualmente tiempo atrás, que estuvo en la causa postrera de la última voluntad que aún hoy impide removerlo de su tumba: “Donde caiga que me dejen, y den mi cuerpo a la tierra”.

No hace al caso preguntarse qué pensaría don Manuel del traslado de los restos de José Antonio al que hemos asistido en España. No es lícito interrogarse hoy sobre si lo aprobaría o volvería a tomar nuevamente la pluma para decirnos que no se construye así la política. Lo importante es la idea que trasluce su actitud y a la que fue fiel hasta la muerte. Y es que Azaña aborrecía hacer de la historia una ideología a la inversa, me explico. Azaña nunca quiso construir el presente desde un pasado inventado, de manera que lo pretendidamente sucedido –y no lo que se asevera ideológicamente que va a suceder– justificara e hiciera olvidar el presente. Porque se puede entender bien o mal el pasado, resaltar este o aquel dato, embellecerlo u oscurecerlo, pero lo que resulta indigno es convertir el pasado en un mantra que permita olvidar el presente. Ahora que las ideologías han muerto –como pronosticaba Dita Shklar–, no se puede hacer de la historia una ideología en vez de esforzarse en restituirla.

Un acto de restitución de nuestra memoria o pasado histórico sería, sin ir más lejos, recuperar la figura de un gran medio español, sentimentalmente vinculada a otra española no menos obligadamente recuperable. Me refiero a Albert Camus

Albert Camus –cuya pareja sentimental, María Casares, es una de las figuras que en su tragedia y posterior reconstrucción interna mejor simboliza la fuerza de España para recuperarse siempre– es un gigante de talante descomunal que nunca ha sido revindicado en nuestro país como el hombre de raíz hispana que fue y quiso ser. Nacido en Argelie Française que, por paradójico que parezca, fue mucho más plural y democrática que la actual Argelia monopartidista nacida de la Revolución, pugnó siempre por una convivencia entre culturas que hoy se nos antoja imprescindible en una estatalidad globalizada. Autor de una obra dispersa que, por no responder al esquema del discurso ideológico entonces imperante, fue mal comprendido en su época y hasta injustamente lacerado por un estalinista detestable cuyo nombre ni se menciona. Pensador que reflexionaba sobre la dimensión humana de lo humano, Camus es hoy el único autor capaz hoy de ofrecernos una respuesta a una existencia posmoderna repleta de sinsentidos. Este hombre, al que el mundo ahora reconoce como el pensador de nuestro tiempo, era, se sentía y pensaba como medio español.

¿Por qué entonces no dedicar una exposición nacional –para lo que sobra tanto presupuesto– a que los españoles lo conozcan y conociéndolo, nos podamos conocer mejor a nosotros mismos? No está en mi mano hacerlo, pero de lo que si estoy seguro es que desde el túmulo del valle de Josafat, donde reposa su alma en espera del juicio final, a don Manuel Azaña no le repugnaría esa recuperación histórica.

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