Decimos que cuidarse es sabio. Que comer bien, moverse o dormir lo suficiente son los cimientos de una vida buena. Y lo son, aunque algo se ha torcido. Ese consejo prudente se ha vuelto una orden silenciosa. El bienestar, que nació como refugio, se ha convertido en vigilancia. Más que vivir, nos observamos. Contamos los pasos que andamos, las horas de sueño, las calorías que ingerimos. Los relojes nos dicen si descansamos bien, las pantallas, cuándo movernos o qué comer. Como un Narciso ante su reflejo, nos contemplamos en las métricas buscando confirmación, sin advertir que esa mirada nos aísla. Todo parece orientado al equilibrio, pero detrás late la fatiga de quienes se controlan sin descanso. Hemos cambiado el sentimiento religioso de culpa por otro de carácter fisiológico –se teme más al colesterol que al pecado–.
Nadie sensato desprecia la salud, pero como médico percibo que su culto se está volviendo enfermizo. Nos decimos que lo hacemos por nuestro bien, aunque puede que en el fondo nos mueva más el miedo a envejecer, a enfermar, a quedar al margen del ritmo de la vida. En nombre de la salud, aceptamos regímenes que castigan las delicias de la buena mesa o rutinas que rompen el descanso. Ese bienestar se ha vuelto otra forma de obediencia. Y esa obediencia esconde un juicio moral: estar sano equivale a ser virtuoso; enfermar, en cambio, a una suerte de error. Como si el cuerpo fuera un examen que se aprueba con disciplina. Pero la vida no es una tabla de ejercicios ni un listado de nutrientes. Es el territorio donde conviven la fragilidad, la duda y el cansancio. Y en la grieta, donde algo se ha quebrado, se revela lo humano. Nos reconocemos en las conversaciones de cada día, en el intento de empezar una dieta, en la promesa de ir al gimnasio, en el propósito de dejar el móvil antes de dormir. Hablamos como inspectores de nuestra propia vida. El bienestar ha sustituido a la alegría. En su nombre, hemos aceptado la tiranía de la autoexigencia para cuidarnos y ser aprobados a la vez.
Sin embargo, el cuerpo se rebela. Llegan el insomnio, la tristeza o el cansancio sin motivo evidente. Entonces comprendemos que el cuerpo no era una máquina que se repara, sino un ser vivo que siente, que calla y que se defiende. No siempre está enfermo cuando duele; a veces sólo reclama una vida más lenta, más verdadera, menos instrumentalizada. Tal vez hayamos olvidado el arte del descanso. Y puede que la raíz del mal no esté en el cuerpo, sino en el espíritu de la época. Como Prometeo, robamos el fuego del control creyendo dominar la materia corporal y terminamos encadenados a sus exigencias. En un mundo que se derrumba por fuera, buscamos refugio en las métricas. Mientras todo se descompone, al menos podemos contar los pasos, ajustar las pulsaciones, registrar el sueño o medir la respiración. Creemos disolver el miedo con datos, cuando en realidad sólo se alivia con compañía, con sentido y con algo de belleza.
No veo el problema en cuidarse, sino en olvidar para qué. Cuidarse no significa sólo vigilarse o corregirse, sino sobre todo acompañarse. Es tratar el cuerpo con cierta benevolencia, sin someterlo al ideal de perfección. Tampoco el bienestar puede ser una obligación; sólo tiene valor cuando nace de la cepa del afecto. Quizá no necesitemos más salud, sino más humanidad. Escuchar al cuerpo como quien escucha a un amigo: con atención, con paciencia y sin exigencias de perfección. Comprender que la vida buena no es la que elimina el dolor, sino la que lo integra sin perder la gratitud. Porque el bienestar no se logra cuando todo está bajo monitorización, sino cuando uno se aviene con su límite. Y así, en efecto, el cuidado no es vigilancia, sino compañía. Donde la vida deja de ser tarea y se vuelve don, brota esa salud que no necesita mediciones. En esa conciliación con los límites, con la fragilidad y con un poco de ironía contenida descubrimos lo que significa vivir.