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Cuesta trabajo creer que, cuarenta y tantos años después de su aprobación, la mayoría de los partidos políticos se hayan puesto de acuerdo ahora, en 2024, para sustituir de la Constitución el término, insultante y peyorativo, disminuido, por el de personas con discapacidad. También cuesta creer que una formación política no haya aceptado esta propuesta, seguramente por no votar en el mismo sentido que el resto de formaciones que componen el hemiciclo. Las cosas.
Las palabras cuentan, claro que cuentan, por mucho que algunos pretendan proclamar lo contrario. Y las palabras, al igual que nuestro aspecto físico, nuestras costumbres, nuestras aficiones o relaciones, cambian a lo largo de los años. Evolucionan, se adaptan a los tiempos, a cada momento. Y eso sucede en todos los ámbitos de nuestras vidas, en todos.
Estas pasadas navidades, en algunas cabalgatas hubo polémica por el hecho de pintar de negro a reyes blancos. Puede que el de los Reyes Magos sea un magnífico ejemplo, ya que es una celebración que se ha ido adaptando a los tiempos. Por ejemplo, en los siglos XIV y XV se estableció que fueran tres, y que fueran blanco, asiático y negro, porque representaban a la mayoría de los habitantes del mundo en ese momento. Europeos, africanos y orientales. Tradicionalmente, en España se ha pintado a Baltasar, porque no había personas negras en nuestra sociedad, pero esa ya no es la realidad. Las hay en la actualidad, y muy representativas en todos los ámbitos.
En el pasado, durante décadas, en nuestro país era muy habitual darle un cucharadita de anís a los niños para abrirle el apetito. Eso, obviamente, ya no se hace, o no lo hace nadie en su sano juicio. Porque las tradiciones, los hábitos, o las palabras, cambian con el paso del tiempo, y el que trata de impedirlo o se niega a aceptarlo es porque el pasado lo entiende como un tiempo más cómodo, mejor, para sus propios intereses. Así de simple.
Las personas con discapacidad a lo largo de los años han tenido que soportar todo tipo de calificativos vejatorios e insultantes. Subnormales, discapacitados, tullidos, enanos, retrasados, mongólicos, cojos, etc. El nuestro es un país con una tendencia perversa e innata a calificar, desde el menosprecio, a todos aquellos que entiende como diferentes o distintos, por algún motivo. Maricones, bolleras, machorras, locos, sudacas, moros… Una supuesta “normalidad” forjada en la intransigencia, el miedo, la ignorancia y el desprecio, elementos que, combinados, conforman la peor fórmula posible. Nada bueno puede salir de ahí.
Durante demasiado tiempo, las personas con discapacidad encontraron el primer gesto de marginación en la palabra, que debe siempre emplearse para justamente lo contrario: para incluir, sumar, proteger. Para reconocer. Y esa primera marginación, como no podía ser de otro modo, fue la puerta de entrada de otras marginaciones: sociales, laborales, jurídicas, educativas, sanitarias y hasta afectivas.
Si las palabras no son tan importantes como algunos proclaman, ¿por qué ese miedo a cambiarlas, a modificarlas, según como el tiempo y los cambios exigen? ¿Por qué? Constitucionalmente, que no es poco, las personas con discapacidad dejarán de ser disminuidas. Ojalá sea una nueva puerta abierta a la inclusión y a la normalización. Ojalá entendamos que todos, absolutamente todos, en algún momento de nuestras vidas, de manera temporal o permanente, podemos ser personas con discapacidad. Todos, sí, todos.
Ojalá esta nueva definición en la Constitución suponga un punto de inflexión, y comencemos a contemplar a las personas, a todas las personas, por sus capacidades, y no por sus discapacidades. Capacidades diferentes a las nuestras, capacidades especiales, únicas en muchos casos, pero con una enorme potencialidad si las sabemos descubrir, entender y, sobre todo, incorporar. Pero para eso debemos despojarnos de los viejos conceptos, especialmente de esa falsa normalidad que ya representa a tan pocos. Eso ya es más que palabras, pero por algo debemos empezar. Claro que importan, y mucho.
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