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Las sillas vacías de las terrazas de los bares, siempre que hubiera una buena temperatura ambiente, han tenido un razonable valor, pero la epidemia ha disparado su cotización en todas las estaciones del año. El encierro del primer estado de Alarma, que casi coincidió con la primavera de 2020, provocó que los ciudadanos las añoráramos, mientras que los economistas deducían de su ausencia dos consecuencias: desempleo y ruina. Al terminar el confinamiento, nos lanzamos a la calle en busca de esas ansiadas sillas para gozar de la libertad cualquiera que fuese el clima reinante.
Nunca me ha parecido correcto pedir una silla a los vecinos de las mesas de la terraza, máxime si únicamente me puedo dirigir a una persona que se encuentra solitaria en ese momento. Resulta evidente que cabe la cesión de la silla vacante (y de la ocupada) sin mayores complicaciones, y en determinadas ocasiones así lo exige la buena educación. No obstante, estimo que tal petición es una intromisión en su intimidad: un impertinente interrogatorio.
La película Los chicos del coro me permitió reflexionar en su día sobre este asunto. En una escena, el poco agraciado y magnífico profesor Mathieu, tenía fijada una cita con la bella madre de un alumno en la terraza del bar del pueblo donde radicaba el internado. La esperó en vano durante mucho tiempo. En el ínterin, distintos parroquianos le iban pidiendo las sillas vacías de su mesa, que entregaba con generosidad hasta que se quedó solo: como único postulante en la pequeña mesa petitoria de su propia causa perdida: plantado, confesando en silencio su absoluta y triste soledad. Todos erramos al presumir que una mesa completamente ocupada implica el éxito social. La soledad ante el velador, buscada o no, es muy respetable, sirve para gozar en silencio de un libro, o para disfrutar del bullicio callejero viendo desfilar a caminantes y ciclistas con sus curiosas vestimentas. Y quizá, además alberga la recóndita y legítima esperanza de la llegada de una inusitada compañía, aunque fuera la del pesado gorrón del barrio. Curiosamente, en algunos pueblos extremeños, la desusada expresión "dar la silla" tenía una gran relevancia familiar: la admisión del pretendiente de una hija como novio oficial.
El actual y desmedido afán de coger sillas vacías de las mesas vecinas provoca situaciones indeseables. Los demandantes de sillas suelen preguntar: "¿está libre?", "¿está ocupada?", "¿puedo cogerla?", "¿la va a necesitar?", y de forma más grosera, "¿espera usted a alguien?". Algunos podrían pedir más de una. No se me escapa que las respuestas son a veces contradictorias, porque no se ha entendido bien la pregunta. Si se responde un sí, cabría pensar que la puede coger, o lo contrario, que no, que está ocupada. También que sí, con una vergonzante explicación adicional, "acaba de irse mi primo". En todo caso, el acaparador de sillas continúa en su acoso: "entonces, ¿puedo llevármela?". Ante lo que el solitario consumidor suele hacer un penoso gesto con la mano como de "adelante, cójala", no sin sentir un secreto y desgarrador alfilerazo. Le están quitando la silla y algo más.
La cosa pude complicarse si ese solitario consumidor percibe el anhelo de las personas que quieren la mesa y lo miran como si dijeran, "a este tío se le ha pegado la silla, míralo, ya lleva 30 minutos y solo, no sé a qué espera para irse". Esto lo acrecienta a veces el camarero, a comisión, quien lo atendería con frecuentes visitas para retirarle la caña casi terminada, y que llegaría, con insolencia, a entregarle la cuenta, limpiando simultáneamente la mesa de una suciedad imaginaria. Le están moviendo la silla. Y en esta línea, con la terraza a rebosar y lista de espera, algún desconocido prepotente podría acercarse a la mesa, y con descaro, plantearía lo siguiente: "como estás solo y no esperas a nadie, si no te importa nos sentamos contigo y cuando te vayas nos hacemos cargo de tu cuenta. No te molestaremos, sigue a lo tuyo".
En estos tiempos en los que tanto se proclama el derecho a la intimidad y a no ser discriminados por cualquier circunstancia no se deberían permitir estos "atracos". La solución sería muy simple: legales sillas supletorias a disposición de los clientes que serían colocadas por los camareros.
Las escasas sillas vacías de las mesas en las abarrotadas terrazas de los bares no están libres, se encuentran ocupadas, no sólo por algunos desengaños y fracasos de la vida sino también, especialmente, por muchos familiares, amigos y conocidos muertos a causa de la epidemia. No debemos olvidarlos. Podrían estar sentados ahí mismo, con nosotros. Descansen en paz
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