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La infancia es un misterio que no atiende al dictado del tiempo. En realidad, no atiende a ninguna regla. Indomable. O así lo considero. Es más que una correlación de años, o una parcela de nuestros primeros pasos por la vida. Creo que la infancia, o una parte de ella, permanece en nuestro interior para siempre. Puede que esté hablando de un deseo, de un intento, por no condenar al olvido al niño que fui. Quiero llevarlo conmigo, que siempre me acompañe, como una sombra cálida y grata que me protege y envuelve. La infancia como antídoto a la bruma de los días, a la rutina, al dolor, a las decepciones, a quienes se van, a quienes dejamos de tener a nuestro lado. En gran medida, los recuerdos son los cimientos sobre los que se alzan nuestras infancias, cuando llegamos a la edad adulta.
Recuerdo con frecuencia mi infancia, ya que fue un tiempo muy feliz. Muy feliz. No almaceno en mi interior pasajes dolorosos, tristes o desamparo. No hubo grietas, socavones, gruesas tormentas, nada negativo se quedó guardado en mis entrañas. Todo lo contrario, la felicidad como estado casi permanente. Un mundo de magia y sueños. Y eso fue gracias a mi familia, fundamentalmente. A mis padres, a mis hermanos, a mis abuelos, a mis tíos y primos, a mis amigos. El pasado lunes falleció mi tía Paquita, la hermana que seguía a mi madre, que era la mayor de cinco. Nada más recibir la noticia, mi cabeza se pobló de recuerdos de mi tía. Recuerdos mantenidos por el niño. Recuerdos de un tiempo bonito y bueno, dulce, puede que magnificado con el paso de los años, a modo de coraza con el que enfrentarse a la dureza que nos ofrece la etapa adulta, en demasiadas ocasiones.
Hay personas que nos evocan y trasladan a un lugar concreto, que fue importante por unos u otros motivos. Hay personas que asociamos a una canción, a una película. Porque las disfrutamos junto a ellas, porque contienen algo que adjudicamos a la persona que nos falta. Hay personas que asociamos a un sabor, a un sonido, a un color, a un número incluso. Yo pienso en mi tía Paquita y puedo sentir en mi paladar el sabor de sus tortillas de patatas. Maravillosas, sublimes, siempre creí que mi tía preparaba una tortilla todos los días, porque siempre creí ver una en su cocina. Me encantaban. También asocio mi tía a la plaza de la Magdalena. Vivía justo enfrente de la iglesia del mismo nombre, junto a mis primos. Paco, María del Carmen y Ana, y para mí siempre supuso una gran emoción asomarme a aquel balcón desde el que contemplaba ese mundo verde, expansivo y vecinal que me ofrecía ese espacio. Un espacio que redoblaba su movimiento cuando llegaba la temporada de los caracoles. También relaciono a mi tía Paquita con aquellos juegos legendarios que protagonizaban las cartas a los Reyes Magos de aquel tiempo. Magia Borrás o Quimicefa, la mayoría pertenecientes a mi primo Paco, y que mi tía conservaba en perfecto estado. También relaciono a mi tía con el verano, gracias a aquellos interminables que pasábamos cerca de Alcolea, entre eucaliptos, albercas, sandías y melones, trigo y cosechadoras, cántaros de leche y noches bajo las estrellas. La felicidad en estado puro.
A pesar de su sonrisa permanente, mi tía Paquita nunca abandonó el luto. Su marido, Paco, falleció en 1968 en un accidente ferroviario que conmocionó a todo el país. Recuerdo fijar la mirada en el retrato del tío que nunca conocí, en la pared central del comedor, como si se tratara de un enigma a desentrañar. Ese hecho lastró toda la vida de mi tía, y aún así fue capaz de sacar a sus tres hijos adelante, con dedicación, amor y esfuerzo. La recuerdo y vuelvo a asomarme a ese mágico balcón en la plaza de la Magdalena y vuelvo a sentir el gusto de su tortilla de patatas en mi paladar. Y las noches bajo las estrellas con olor a jazmín y la leche espesa que comprábamos recién ordeñada cada mañana, en esos veranos que nunca olvidaré. No me cabe duda, la infancia son los recuerdos, y también las ausencias, que son las que construyen nuestra memoria.
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