Estamos asistiendo a un tiempo –el nuestro– de grandes y profundos cambios. Existe en amplios sectores de la población un deseo incontenible de vivir el tiempo presente, pues se desconfía del futuro. Se trata de un carpe diem colectivo; de vivir por encima de todo, de una huída hacia adelante. Ante la incapacidad que sentimos de poder modificar los grandes acontecimientos que nos afectan, procuramos gozar y apurar por cuenta propia aquello que está a nuestro alcance, sin preocuparnos de un porvenir incierto y bajo amenaza.
Los aeropuertos y las estaciones de ferrocarril son un hervidero. No importa que los trenes te dejen tirado, que los aviones lleguen tarde o salgan con retraso. Las plazas se agotan pronto, las carreteras rebosan de vehículos, los bares y restaurantes exigen reserva de mesa. La gente se agita yendo de un lado para otro, improvisando un deseo o en busca del espacio soñado. Todo está abarrotado. Tenemos la experiencia de la guerra, las amenazas nucleares, las pandemias, los grandes apagones, los efectos trágicos de la Naturaleza embravecida. ¿Qué más nos falta?
Diferente es que esta reacción colectiva y en los términos recogidos sea el camino más acertado. El sálvese quien pueda rara vez puede ser la solución. El sabio refranero español dice en términos castizos: ande yo caliente, ríase la gente. En el cada vez más desenfrenado individualismo que nos carcome tiene su lógica.
Llevamos décadas rompiendo vínculos que nos unen. Las ideologías de uno y otro signo y el liberalismo liberticida así lo exigen. Nos estamos cargando la familia natural estable en detrimento del papel societario básico que le cumple. Nos resulta difícil conciliar los compromisos y sacrificios que pide la convivencia familiar con los deseos personales. La pulsión incontrolable del logro y la promoción individual se combinan mal con la crianza de los hijos y el cuidado de los mayores y vulnerables. Sobre todo, cuando la presión dirigida hacia la promoción personal, la autorrealización y el vivir la vida sin ataduras presionan con todo su poder por todas partes, sugiriéndonos la oportuna liberación del lazo.
La tendencia se observa también a nivel colectivo. España es un vivo ejemplo. Los nacionalismos con sus exigencias quieren la ruptura de una convivencia de siglos que, con las dificultades que se quiera, ha conservado la unidad en torno a una patria común. Diferente es que, por mor de los excesos del globalismo con sus imposiciones y cancelaciones, surjan, cada vez con mayor fuerza, los llamados patriotas, reivindicando el protagonismo de la nación como instancia probada en el tiempo que sirve mejor a los intereses de los ciudadanos.
Se critican instituciones multinacionales como la ONU o la OMS, sospechosas de trabajar a favor de los espurios intereses de una élite mundialista. Y algo parecido sucede con la UE. Un sentido de ineficacia, parcialidad y compromiso con el globalismo lleva a muchos a soslayar sus decisiones y a pensar en otras alternativas. La propia Iglesia ha sido salpicada por esa fuerza disgregadora que amenaza con romper los vínculos de siglos con su tradición, justificándolo por la necesidad de adaptarse mejor a unos tiempos inciertos.
Hemos puesto en marcha unos mecanismos disolventes que van lentamente minando la cohesión de los grupos y las relaciones humanas habituales, con el pretexto de la emancipación del individuo, incluida asimismo la de su propio cuerpo. Las nuevas tecnologías de vanguardia asimismo parecen ahondar el problema, potenciando la incomunicación (aunque parezca que hacen lo contrario) y el individualismo, sobre todo entre los jóvenes.
Entiendo, pues, si bien no comparto, la huída desesperada de nuestras gentes hacia el útopos, en ninguna parte, que ahoga tantas voluntades de solidaridad y el restablecimiento de vínculos. En el fondo no es sino la respuesta colectiva a tiempos de desasosiego y desarraigo.