En la antigüedad clásica, los griegos solían nombrar a la Península Ibérica de tres modos principales: Hesperia, que significa “tierra del planeta Venus o del atardecer”, y que según algunos autores podría haber sido el origen primario del vocablo España; región Ophioussa, que se traduce como “tierra de serpientes”; Iberia o pueblo del río Iber, que suele asimilarse al Ebro, aunque Antonio García Bellido postula el Hiberus (el Odiel o el Tinto) atendiendo a un pasaje de la obra Ora Marítima (s. IV d. C.) del poeta-geógrafo Rufo Festo Avieno: “Muchos sostienen que del río Hiberus han recibido su nombre los iberos y no del río que corre entre los inquietos vascones”. En la Roma antigua se usaba el nombre de Hispania para referirse a la península, de donde proviene fonéticamente España, aunque no es un término de raíz latina y para comprender su esencia original conviene remontarse a su palabra antecesora i-spn-ya, perteneciente a una lengua milenaria de origen fenicio o hebreo cuyo significado ha suscitado la aparición de tres teorías: 1.- La que la interpreta como “tierra de conejos”, aunque en todo caso designaría a los damanes, mamíferos de cierto parecido con orejas cortas que existían en sus propias regiones asiáticas o del norte de África, pues estos pueblos viajeros no conocían los conejos y no pudieron poseer un apelativo específico para ellos; 2.- La que designa a i-spn-ya como “tierra al norte”, al considerarla así los fenicios-cartagineses que penetraron desde el sur; 3.- La más aceptada en la actualidad es la enarbolada por José Luis Cunchillos, quien indica que la voz semítica debe entenderse como “tierra de forjadores de metales”, con relación a la gran cantidad de minas activas que hallaron los recién llegados en la franja sur. Existen otras teorías para explicar la raíz de Hispania, destacando la propugnada por San Isidoro en época visigoda y recogida por el gramático Antonio de Nebrija a comienzos de la Era Moderna: derivaría de Híspalis (Sevilla), una de sus urbes más importantes y capital de la Provincia de la Bética desde la segunda mitad del s. III d. C. Por todo lo anterior, Hispania no debe asociarse con los conejos desde el punto de vista lingüístico, aunque la abundancia del animal se refleja en textos de Cicerón, Julio César, Plinio el Viejo, Catulo o Tito Livio; incluso, se acuñaron monedas de oro en tiempos del emperador Adriano donde aparece en el reverso una mujer con una rama de olivo en la mano, un conejo a sus pies y la palabra Hispania.
El conejo europeo (Oryctolagus cuniculus) al que nos referimos es considerado nativo de la Península Ibérica, conformándose evolutivamente hace unos 200.000 años y conviviendo con Homo sapiens a partir de la entrada de éste (hacia el 44.000 a. C.) en suelo peninsular. Es un mamífero de mediano tamaño caracterizado por poseer unas potentes patas traseras para la carrera, orejas largas, aunque menores que las de la liebre, y un gran poder reproductor que se basa en el estado de celo permanente de las hembras: si disfrutan de suficiente cantidad de pasto para su consumo, las gestaciones pueden extenderse a casi todo el año, con más frecuencia entre noviembre y junio. La introducción por el ser humano del virus de la mixomatosis a mediados del s. XX y la irrupción de la enfermedad vírica hemorrágica en el último tercio de dicha centuria supusieron la pérdida de más del setenta por ciento de la población conejuna española, extinguiéndose en algunas zonas. Hoy en día se halla en un periodo de recuperación que es frenado por la actividad cinegética, la alteración artificial de sus hábitats naturales y la presión de los depredadores, siendo catalogada en nuestro país como especie “vulnerable”. El conejo es la base casi exclusiva de la alimentación del lince ibérico y el águila imperial en estado natural, siendo especies protegidas debido a sus drásticos descensos poblacionales tras la vertiginosa caída del número de presas.