Piénselo un momento, no le llevará mucho. No creo que haya algo más español que adaptarnos, sumarnos, incorporar, todas las fiestas, gastronomías, vocablos y demás costumbres que nos llegan desde fuera. La España actual, así como nuestra personalidad, es una suma de visitantes, invasores y demás presencias a lo largo de los siglos, nos guste más o menos. Somos un poco de todos, todos han dejado una pincelada o brochazo. Por eso no comprendo a quien despotrica de Halloween, ya plenamente asentado en nuestro calendario festivo, para siempre con toda probabilidad. Hay quien lo critica con unos vaqueros cubriendo sus piernas, comiendo una hamburguesa o una pizza, escribiendo OK en sus mensajes o llamando CEO a su jefe o marketing a la publicidad. Sí, somos muy fáciles de convencer, pero es que tampoco creo que haya nada malo en este asunto.
Lo de las palabras, porque existen en español, sí lo llevo peor, la verdad, porque gerente o mercadotecnia significan lo mismo, y todos nos entendemos. Plenamente aceptado, y asumido, Halloween, sobre todo por nuestros hijos y los padres que contemplamos lo mucho que lo disfrutan, solo nos queda celebrarlo de la mejor manera. ¿Para qué tanto batallar, sobre todo cuando se trata de una batalla perdida? Prepare caramelos, coloque una calabaza en la puerta de casa, y espere a que lleguen los chavales, con el truco o trato en la boca. No se olvide de una sesión de pelis de terror, que abundarán esa noche, de todas las calidades y épocas.
Antes de que llegara Halloween (cuentan que se coló a través de las bases militares americanas que existen en nuestra geografía, y seguro que el cine también ha influido), yo recuerdo esas frías mañanas en el cementerio. Los puestos de flores en las entradas. Esas familias que llegaban cargadas de cubos, detergente, bayetas y hasta pintura para dar un manita. Durante unos cuantos años observaba con toda la atención a estas familias, normalmente lideradas por las mujeres. Afanosas, esmeradas, dedicadas con entrega a los suyos, presentes o no. La cremación no ha sido una tendencia tan extendida hasta no hace tanto. Durante siglos hemos requerido de un lugar concreto en el que honrar y recordar a nuestros muertos.
También recuerdo el sabor de las gachas, con nueces, miel y tostones de pan frito. Ese sabor se reproduce en mis labios todos los uno de noviembre, sin pretenderlo. Fueron días tristes, predestinados a la melancolía, a padecer la ausencia. Días de dolor. Y tal vez nuestros muertos no quisieran que los recordásemos con tristeza. A mí, particularmente, no me gustaría que me recordasen de esa manera. Con una sonrisa, riendo a carcajadas, recordando mis despistes y ocurrencias (si es que las tengo), y brindando. Tendríamos que brindar todos los días, con agua mismamente.
Mis hijos no han vivido esas tristes mañanas de noviembre. Es más, apenas han entrado en un cementerio. Afortunadamente, y yo me alegro. Una fiesta que celebran con antelación, pensando de qué se van a disfrazar, ideando el maquillaje y todos esos detalles, que suelen organizar con la pandilla de amigos. Creo que esta vida es más para sonreírla, y tendríamos que evitar todos los malos tragos posibles.
Puede que por eso entienda, y hasta celebre, Halloween, porque ha traído fiesta, sonrisa y celebración, mayoritariamente colectiva, a lo que hasta no hace tanto era tristeza y melancolía, en soledad en gran medida. Inevitablemente, porque hay amores eternos, nos acordamos de los que ya no están, y que tanto nos han marcado. Tal vez recordarlos sea el mejor homenaje, el sentir que siguen estando con nosotros.