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Toda generación tiene necesidad de una épica con la que intentar trascender su fugaz paso por este mundo, expresada mediante la rebeldía, no tanto contra los valores establecidos como contra el legado de sus antecesores, por el mismo hecho de ser antecesores. Es la forma que las generaciones tienen de no sentirse huérfanos de su tiempo. Como ley de vida, todos hemos experimentado esa especie de fogosidad hormonal colectiva cuyo acné se manifiesta de maneras diversas, según el lecho histórico sobre el que incide. No hay duda de que la religión y la economía son los principales motores de la historia, y el prestigio del materialismo científico nos hace rechazar, por inconsistente, cualquier justificación de la historia basada en esa especie de imperativo biológico según el cual cada generación ha de distinguirse de la anterior, como si el hecho mismo de la diferencia proporcionase la sola razón de su presencia en este mundo. Pero no descartemos tan pronto esta justificación.
Todos queremos ser hijos de nuestro tiempo y éste exige renovarse continuamente como la piel de los ofidios. Pero el "tiempo" del tiempo se ha acelerado a lo largo del siglo XX de una manera vertiginosa y ya no hay un mínimo reposo para pararse a entender lo que sucede alrededor, ni suelo firme sobre el que instalar unos valores compartidos, heredados de un pasado que se nos cede como un testigo para su permanente evolución. Antaño cualquier joven que no fuera revejido mantenía una sana discrepancia con sus padres en cuestiones sociales, religiosas o políticas pero, aún con desencuentros virulentos, existía un solape entre sus respectivos mundos caracterizados por la pertenencia a un mismo universo cultural: ambos, padres e hijos, podían encontrarse en el estudio de la misma historia, en la lectura de los mismos libros y en el disfrute de la misma música. Más que un tiempo y un lugar, nuestra patria y la de nuestros padres, la conformaron tipos como Blas de Lezo, Valle Inclán o Beethoven, entre otros muchísimos y gozosos puntos de encuentro al que volvíamos después de la consabida bronca generacional. Hoy me temo que ese solape sea un "gap", una inmensa brecha que se cavó al mismo tiempo que se hacía la Transición: se pensó entonces que la democracia consolidaba un sistema automático de derechos sin necesidad de unas obligaciones que la alimentaran; y resulta que entre esas obligaciones olvidadas estaba el conocimiento de la Historia, no sólo la de esta comunidad de siglos que es España, sino de la inmediata, la de la ominosa historia del franquismo que una generación generosa acababa milagrosamente de liquidar. Las convulsiones que estamos viviendo hoy en nuestro país, en su complejidad, pueden aclararse algo si se enfocan como el absceso de un sarampión generacional surgido desde la más supina ignorancia del pasado reciente, y sobre el contexto de la insurrección separatista de las regiones más ricas del país, problema que no por recurrente es hoy menos delicado. La colusión entre una fogosidad juvenil que se pretende revolucionaria y de izquierdas con un nacionalismo ultrarreaccionario sólo puede entenderse desde la empanada ideológica con la que se ha rellenado compulsivamente esa brecha, una vez volados los puentes de la razón.
Hace cincuenta años, el jugueteo anarquista del Mayo francés no pasó de ser las vacaciones de unos jóvenes burgueses a los que la clase obrera ya se cuidó muy mucho de secundar hasta el final; pero, al menos, consiguieron renovar la industria de la moda y las nuevas formas de consumo, porque lo que es el sistema permaneció intacto después de la gran piarda, la V República aguantó a los "enragés" …y, desde luego, la playa no apareció bajo los adoquines. Como tampoco aparecerá el cielo en el asalto al poder de Podemos pues, yendo las cosas tan rápido, el desgaste de la formación ya nos ha mostrado que su movimiento entronca más con la tradición picaresca española que con el romanticismo de unos reverdecidos utopistas saintsimonianos.
En el siglo pasado, la épica juvenil de los años 30 encontró su cauce en el fascismo, con sus prístinos amaneceres, y en el comunismo, con sus paraísos proletarios. La épica de los 70/80 consistió en derribar un régimen dictatorial consensuando una democracia parlamentaria homologable. La épica de hoy no parece estar en la mejora de esa democracia sino en el gran guateque de su destrucción. Ciertamente el independentismo catalán es un violento ataque de flanco a nuestros cimientos constitucionales, pero sería un problema acotado en su propia sinrazón si no tuviera el apoyo atolondrado de esos jóvenes políticos de laboratorio en flagrante contradicción con el internacionalismo intrínseco a la utopía de izquierdas. De la historia de España se deduce que este país es un saurio dormido, y despertarlo poniéndolo todo patas arriba por el solo placer de descargar la adrenalina generacional es un juego tan perverso como la ruleta rusa. No sabemos dónde estaremos dentro de una década, pero cuando el presente sea historia nos será difícil entender que todo el estropicio que estamos causando al marco constitucional de nuestra convivencia se deba al hervor de unos políticos cómodamente instalados en la irresponsabilidad de una eterna adolescencia.
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