José Joaquín Fernández Alles

El estatuto de autonomía no es una excusa

La tribuna

El estatuto de autonomía no es una excusa
El estatuto de autonomía no es una excusa / Rosell

29 de junio 2023 - 00:00

Ante el crónico y creciente estado de insatisfacción de usuarios y profesionales por el deficiente nivel de financiación y organización de algunos servicios públicos autonómicos, como son la atención sanitaria primaria, la dependencia o el control de la calidad educativa de los centros públicos y privados, en la última década se ha afirmado desde algunas instancias políticas (de uno u otro signo político) que la Junta de Andalucía está atada por los límites competenciales del Estatuto de Autonomía, norma que estaría siendo aplicada de forma razonable. No se trata de una respuesta jurídicamente correcta.

Debemos recordar que el debido y leal cumplimiento de las normas no impide sino que, más bien, exige su constante adaptación a la realidad, especialmente en el caso de leyes que, como el Estatuto de Autonomía, pertenecen al bloque de la constitucionalidad y, desde el principio, han demostrado estar necesitadas de actualización y acercamiento a la realidad social.

Nuestro vigente Estatuto de Autonomía nació, con un ojo mirando a Cataluña y el otro a La Moncloa, como una respuesta a las necesidades coyunturales de determinados representantes políticos y en un contexto caducado que ya nadie reclama. Con una estructura y contenidos casi clonados del Estatuto de Cataluña, nuestro Estatuto ha compartido con el texto catalán el padecimiento del peor mal que se puede predicar de una norma: su relevante inaplicación (nominalismo estatutario). Además, en los cuatro años siguientes a su promulgación, una parte significativa de su contenido –concebido inútilmente para Cataluña–, quedó puesto en evidencia por la jurisprudencia constitucional pero, sobre todo, por la tozuda realidad económica y las exigencias normativas y presupuestarias de la Unión Europea.

En relación a las referencias “nacionales” de los Estatutos inspirados en el patrón catalán, el Tribunal Constitucional declaró con retraso, pero de forma inequívoca, que la “nación que aquí importa es única y exclusivamente” (…) “la Nación española”. Igualmente, estableció una doctrina sobre la inclusión de una Declaración de Derechos en el Título I, que debe entenderse integrado por “principios rectores” y nunca por derechos fundamentales.

Menor atención se ha prestado a la exclusivista regulación de las competencias del Título II, que pronto se dio de bruces con la realidad competencial de nuestra “forma de gobierno multinivel”, en la que casi todas las materias de contenido económico, social o medioambiental son objeto de competencias directa o indirectamente compartidas con las potestades normativas y funciones ejecutivas del Estado y de la Unión Europea. O a la regulación de las “relaciones institucionales” del Título IX, que no ha dejado de ser un intento fallido de regular desde un Estatuto un sistema de relaciones internormativas, interparlamentarias e intergubernamentales cuya sede normativa apropiada se encuentra en la Constitución o, en su defecto, en una ley general para todo el Estado.

Podríamos referirnos en el mismo sentido al artículo 51 sobre el río Guadalquivir, precepto anulado en 2011, o al Consejo de Justicia de Andalucía, cuya extensa regulación quedó en nada por efecto de la citada jurisprudencia. Incluso a la Disposición Adicional 3ª, que “asegura” una inversión destinada a Andalucía equivalente “al peso de la población…”, tan vinculada a la reivindicación histórica de convergencia con el resto de España (nunca conseguida).

En cuanto a su aceptabilidad ciudadana, es cierto que el Estatuto fue respaldado con el 87% de los votos, pero con la más baja participación habida en una convocatoria popular en Andalucía: sólo el 36% de los andaluces votó en el referéndum estatutario de 2007 (a favor, 1.920.944 andaluces de un censo de más de seis millones). Dos años antes, el referéndum de la Constitución Europea había logrado la participación de casi 2,5 millones de andaluces (más del 40% de participación). El referéndum estatutario de 1981 había alcanzado más de un 50%.

Pues bien, como remedio para nuestro nominalismo estatutario, y descartada la costosa reforma del Estatuto en estos tiempos de hastío político y falta de consenso, siempre resulta oportuno el sabio y contrastado consejo que, para estos casos, nos lega la teoría constitucional del Estado forjada en Europa durante los últimos 75 años: la necesidad de ajustar permanentemente la normatividad y la realidad (Hesse; normalidad según Heller) para reforzar su aceptabilidad ciudadana. O, como defendía Suárez, la necesidad de elevar a “la categoría de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”. Y en este nivel de la calle, donde tanto se abusa de la paciencia de los andaluces, desde hace décadas se esperan decisiones estratégicas y presupuestarias valientes que, eliminando o reduciendo todo lo que no sea necesario, ajusten el Estatuto a la realidad y al sentir de la ciudadanía mediante la transformación y suficiente financiación de los muy deteriorados pilares del Estado social atribuidos a su gestión, hoy sostenidos con sacrificado esfuerzo por profesionales resignados y plantillas escasas en infraestructuras cada vez más deficitarias. El Estatuto de Autonomía no es una excusa.

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