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La pandemia, es decir que afecta a todo el pueblo, ha provocado un desgarro, una rotura en los distintos ámbitos de nuestra vida anterior que, según todas las informaciones puede prolongarse, aunque de forma aliviada, en lo que se denomina "la nueva normalidad". Expresión que por una parte produce desasosiego, por la sensación de lo que hemos perdido y, por otra, un sentimiento de contradicción, ya que no se predice una mejora de nuestra vida, sino más bien se nos aboca a un estado restrictivo. Es difícil negar las pésimas consecuencias que tanto la pandemia como la "nueva normalidad" tendrán para la educación en general y para la escuela pública en particular. Más de 1.200 millones de estudiantes afectados, el 72% del total, según datos de la Unesco, reflejan una crisis mundial aunque con rasgos y consecuencias diferenciales según naciones y sectores sociales. Por tanto, no solo debe preocuparnos el presente, sino lo que está por llegar.
Para empezar, no cuestionamos el ingente esfuerzo, poco conocido y menos reconocido, realizado por el profesorado con mucho trabajo, formación improvisada, y más voluntad que medios, para intentar salvar los restos del naufragio que se ha producido en los últimos meses. Pero ello no debe conducirnos a engaño, ya que lo ocurrido pertenece más al género de la ficción que al de la realidad de la educación. En este sentido, decimos que la escuela está ausente, porque el desgarro ha provocado la obligación de apartarnos de los entornos naturales de nuestras vidas, uno de los cuales es la escuela, imposibilitada, en la situación actual, de cumplir sus grandes fines: la inclusión, el desarrollo integral del alumnado, la equidad, las competencias, la socialización. Nada de esto es posible con los centros cerrados, y alumnado y profesorado en sus domicilios. Los centros públicos siguen siendo los únicos espacios que ofrecen ciertas garantías para cumplir, en igualdad, los fines de la educación. Pero además, la improvisada enseñanza virtual no solo no suple la vida en los centros educativos, sino que no garantiza en la práctica, el derecho constitucional a la educación, y provoca un agravio considerable en asuntos que ya eran mejorables en el sistema, con anterioridad a esta crisis. Todo ello con especial gravedad en Andalucía, por la financiación deficitaria, los resultados desiguales y la segregación escolar. De forma que ahora puede caer, con todo su peso, especialmente, sobre el sector del alumnado más vulnerable, la sentencia bíblica: "al que tiene se le dará más, pero al que no tiene aún lo que tiene se le quitará".
La escuela real, no la virtual que no existe, tiene sus rituales, por lo que requiere una duración en el tiempo y unos espacios. Lo que ha ocurrido durante el confinamiento responde más a un acúmulo de tareas y actividades, como mera producción, para salvar la situación. Y, como defiende el filósofo Byung-Chul Han en su libro La desaparición de los rituales, "la mera producción acaba con todo lo que la vida puede tener de interesante y feliz." La defensa exacerbada de lo virtual puede ser utilizada, en la "nueva normalidad", por un modelo económico y educativo que ganaba terreno antes de la pandemia, "en el que el sujeto se convierte en dato y el pensar en algoritmo". Lo que supone una amenaza para la educación pública.
En esta crisis ha aflorado a la superficie la gramática real de la escuela, previa al confinamiento, con un currículo de apariencia exuberante pero de evidente ineficacia, en la que se desarrollaba una evaluación desvirtuada con la omnipresencia del examen, con una formación del profesorado obsoleta, no sólo en lo tecnológico. En definitiva, el rey iba desnudo pero el doble lenguaje se encargaba de que aparentáramos no verlo, por lo que ahora reclamamos, en tiempos de excepción, medidas de buen hacer pedagógico que deberían ser de uso común desde hace tiempo, pero que en verdad eran excepcionales en aquella normalidad antigua y engañosa a la que nos habíamos acostumbrado.
Por tanto, cuando abran las escuelas, cuando lo nuevo sea mínimo y lo normal sea lo antiguo, no nos olvidemos que la pandemia ha desvelado y agudizado gran parte de los problemas educativos prexistentes. Para una "nueva normalidad" que no agrave la situación, se requerirá, como mínimo, un acuerdo social y político que, junto a la sanidad, blinde constitucionalmente la educación pública.
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