Caravaggio, jubileo y epifanía
Tras asistir a las clases de Roberto Longhi (rescatador de la obra del lombardo indomable tras la exposición de Milán de 1951), Pasolini dijo que fue el influjo de Caravaggio el que inspiró su idea del cine. Para Pasolini, Michelangelo Merisi (1571-1610) cambió la luz del Renacimiento platónico y la reemplazó por otra luz violenta y carnal. Decir Caravaggio es caer en los tópicos sobre su obra y no pedir disculpas por ello. El Setecento sería Caravaggio (el olvido vendría después). La Contrarreforma católica bajo Sixto V facilitó la difusión –y a veces el rechazo– de su rompedora obra.
Pasolini y el Merisi. Ambos excesivos. Arte de día y vicio de noche. El uno es en el cine la continuidad del otro con su pintura. Sublime tosquedad. Belleza pura. Fisiognómica del pueblo. “Pasolini es una especie de Caravaggio revivido y posmoderno”, escribe Artur Ramon en el prólogo al ensayo que el citado Longhi escribió sobre el pintor. Y añade: “Fue un bólido que irrumpió en la noche del Renacimiento para anunciar un arte nuevo”. Esto y mucho más fue el pendenciero y feo asesino de ojos saltones.
Caravaggio 2025, la exposición en el Palazzo Barberini de Roma que acaba de finalizar, ha reunido veintitrés cuadros del artista dispersos por el mundo. Una idea aproximada al Caravaggio total es la que ha podido apreciarse en estos meses. Roma, secular apoteosis del todo, es de hecho la ciudad que reúne más obras del Merisi entre iglesias, museos y galerías de arte. La muestra se abrió con motivo del Jubileo, donde Roma se erige como Caput Mundi, tal y como se lee en las vallas con calicatas que delimitan las muchas e incomodísimas obras que padece la capital.
En lo particular, como asistente a la Barberini, no sé qué número me habrá correspondido de entre las 300.000 visitas que esperaba concitar la muestra abierta desde marzo. Igual que no sabría uno qué cuadro apreciar más por su claroscuro mórbido, sus escenas en escorzos, las carnes tersas o roñosas de sus modelos y sus maravillosos colores sobre fondos oscuros como la pez (ese tono bermellón, tan caravaggesco).
Pese a los insoportables grupos con guía, detenerse de cerca en cada uno de los cuadros propiciaba como una pequeña epifanía. La lividez de Baco enfermo, la insondable tristura de Cristo en La captura de Jesús, el gesto latino del taimado en Los tramposos, la torsión corporal en La Flagelación, la esplendidez total de la prostituta Fillide Melandroni en Santa Catalina de Alejandría, la degollación tremenda en Judith y Holofernes o esa reprimenda filial en Marta y Magdalena. Cada cuadro ha sido un puro arrobo, más allá de las discutidas atribuciones (Narciso, el Mondafrutto) y de la ficha policial que encierra el novelesco periplo de algunas obras (el Ecce Homo madrileño sobre todo).
Quien contempla extasiado el homoerótico San Juan Bautista llegado del Nelson-Atkins Museum de Kansas City (igual ocurre con el otro Bautista de la Galería Nacional de Arte Antiguo de Roma), se arroba ante la belleza ideal y la mística asalvajada que desprende el muchacho con su cruz de caña y su mantolín rojo. Era, por supuesto, uno de aquellos chaperos y golfillos que Caravaggio, bisexual, tomó como modelos (igual hizo con prostitutas y menestrales). Otro muchacho del pueblo sostiene con asco y melancolía la cabeza lívida del gigante Goliat, donde Michelangelo, atormentado, se autorretrató como en otras ocasiones. David con la cabeza de Goliat es uno de esos cuadros que hasta los no iniciados asocian al tremendismo caravaggesco.
El azar quiso que en los turbios alrededores de la estación Termini me topara, junto a los oscuros jardines de Piazza Manfredo Fanti, con un indigente ya viejo, calvo, barbado, sucísimo y casi desnudo. Su estampa me remitió, sin exceso de fantasía, al apóstol mártir de La crucifixión de San Pedro, expuesto en la iglesia de Santa María del Popolo, y al evangelista incompetente y basto del cuadro San Mateo y el ángel, perdido en 1944. Una rata enorme hurgaba, junto a una gaviota tanto o más asquerosa, en unas basuras cercanas.
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